jueves, 30 de agosto de 2007

Carnicerito, el sucre y el dólar/ Antonio Burgos

Antonio Burgos
El Recuadro, elmundo.es

Venían don Álvaro Domecq y su cuadrilla de torear una corrida sabe Dios en qué plaza, en aquellas temporadas en que el modelo de caballeros se hartó de rejonear con el exclusivo fin de donar sus honorarios hasta terminar de construir a sus expensas, como prometió e hizo, un centro para acogida de niños desvalidos en el Jerez de la Frontera que luego lo tuvo de gran alcalde. Y en el coche de cuadrillas de aquella noche de España, sacó don Álvaro su rosario, como católico a machamartillo que es, hasta el punto de que su gran amigo Miguel Criado, el veedor de toros bravos, suele decir:

-Álvaro, de cintura para abajo, ha sido Lola Flores... Pero de cintura para arriba... ¡monseñor Escrivá de Balaguer!

El caso fue que en el coche de cuadrillas, el devoto y muy católico Álvaro sacó el rosario, y los misterios que vamos a contemplar hoy son los gozosos, y Dios te salve María llena eres de gracia que te crió, carretera adelante. Y al terminar los últimos padrenuestros a San José, bendito esposo de la Virgen, fue cuando cuentan que Bernardo Muñoz Marín, Carnicerito de Málaga, que iba de banderillero con el rejoneador, le dijo, en plan adulador:

-Venga, don Álvaro... Vamos a echarnos otro rosario...

Apócrifa o verdadera, la historia pertenece a la riquísima tradición oral de los dichos de Carnicerito, de quien aseguran los que lo conocieron que fue uno de los españoles con más gracia de su tiempo, 1895-1969, si el Cossío no miente, que a veces la enciclopedia taurina pone más embustes que La Gaceta... Carnicerito, nacido en Málaga pero recriado en Jerez, a los pechos nutricios de la Casa Domecq, tuvo gran cartel como torero en España y América, desde su alternativa en 1920, que se la dio el mismísimo Rafael el Gallo, hasta su retirada como matador en vísperas de la guerra civil, cuando pasó de banderillero con los hijos de dos mitos, con José Ignacio Sánchez Mejías, Huevo Frito, y con Juanito Belmonte Campoy. Siguió luego como fijo en la cuadrilla de Manolete, hasta la tarde trágica de Linares, tras lo cual Álvaro Domecq lo tomó como algo propio y querido, llevándolo de banderillero en su cuadrilla de rejoneador, yo creo que mayormente para partirse de risa con las ocurrencias y sentencias del bueno de Bernardo, con cuyas anécdotas ha llenado páginas y más páginas de sus tan bien plumeadas Memorias a caballo. Bernardo Muñoz era, por cierto, primo del recitador Guillermo Marín, que tanta fama tuvo en lo España de aquel tiempo. Y por no salir de sus parentescos, diremos que fue también Bernardo suegro de Rafael de Paula. El gitano de Jerez se casó con una hija de Carnicerito, la que motivó que pasara de ser personaje de Bergamín a protagonista de romance de García Lorca, con navajas de Albacete y prendimientos que no fueron precisamente el Cristo al que llaman El Prendi.

Me he acordado de Carnicerito porque, de vivir hoy, Bernardo estaría desolado. Hombre elemental pero de una sola pieza, en sus muchos viajes como matador o como banderillero de Manolete por la América hispana y taurina, se hacía siempre un lío con el cambio de moneda, con los dineros que Alvaro Domecq le escatimaba dárselos en crudo, porque lo sabía tan rumboso que corría el riesgo de no llevar un duro de vuelta a su casa de Jerez. Entre dólares, bolívares, pesos y escudos, Carnicerito se hacía un lío, por lo que tenía más que decidido llamar sucre a toda moneda extranjera, quizá como recuerdo de sus actuaciones en el Ecuador en los años 20 y 30. Hasta el punto de que al regreso de una corrida en Portugal, llevó Álvaro a su cuadrilla a rezar ante la Virgen de Fátima un día que le había escatimado no sé qué cantidad de escudos, porque sabía que Bernardo se los quemaba. Y al salir de la basílica y preguntar Álvaro a sus banderilleros y mozo de espaldas qué le habían pedido a la Virgen, cada cual le fue diciendo su ruego mariano.

- ¿Y tú, Bernardo, qué le has pedido a la Virgen? -preguntó Álvaro a Carnicerito.

-Pues yo, don Álvaro, que a ver si sube el cambio del sucre de aquí, de Portugal...

Ecuador ha enterrado oficialmente al sucre, y ha adoptado como moneda nacional, del tirón, el dólar americano. Ole. Ahí no hay riesgos. Ojalá España hubiera hecho igual y se hubiera dejado de euro. Pero Carnicerito hubiera quedado completamente desorientado, en la división mundial de las monedas que hacía: lo que no era peseta, era sucre. Ya no hay sucres. Lo malo es que, aunque dicen que existe, tampoco hay pesetas. La peseta es una advocación devaluada del euro que va a durar, y nunca mejor dicho, menos que una perra gorda en la puerta de una escuela. No hay posibilidad de que la Virgen de Fátima nos haga el milagro de que suba el cambio del sucre de aquí, de España. Al fin y al cabo, España también ha enterrado su sucre, como los flamencos y toreros de Jerez enterraron con lágrimas a Bernardo Muñoz. Ya el mundo monetario no puede dividirse, a su manera, en dos grandes partes, peseta y sucre. Lo que no es euro es dólar. Mejor dicho: lo que no es dólar, no es casi nada...

martes, 28 de agosto de 2007

La gran tarde de Manolete

Por Giraldillo
ABC, Madrid 7 de julio de 1944

-¡Pues todavía no lo han visto ustedes en Madrid!- afirmaban los incondicionales de Manolete, que le siguen por las principales plazas de España.
Yo, que no salgo de la de Madrid, sino en ocasión muy rara, le dije ayer a uno de esos admiradores de Manolete:
-Hoy creo que lo he visto. Ha sido su mejor actuación entre todas sus triunfales actuaciones ante nosotros. El más completo y puro triunfo.
-Pues tampoco habéis tenido la fortuna de verle. En Bilbao con un pablorromero... En Barcelona, el domingo, con un miureño castizo, de 309 kilos, cortó las orejas... ¡Eso es ver a Manolete!
Yo, como aficionado madrileño, soporto el sino de nuestra plaza. El maleficio, diría más bien. Y, como sé que aquí ni Manolete, "ni nadie que sea alguien" va a torear miureños ni pablorromeros, me doy por satisfecho con los salmantinos, esos toros que creen muchos -¡craso error de los que se pasan de listos!- que salen con las orejas pendientes de un hilito ofrecidas al torero. Pues ayer salieron los de D. Alipio con las orejas no ya firmes, sino reforzadas y bien defendidas por los cuernos, que punteaban broncos. Tuvieron genio defensivo. Con esto, digo de muy fina manera lo que tuvieron. Lo que nadie pueden negar es el cuidado, el celo y afición de los excelentes ganaderos salmantinos, pero estas virtudes taurómacas no puede garantizar el carácter continuo de un producto. Y yo me conformo con lo que veo, y, ante Manolete, cuando le observo, comprendo que lo que hace aquí lo puede hacer en Barcelona- donde sea.
Seamos sinceros, señores. Hay que respetar la historia. Hay que repetar los nombres gloriosos, que antecedieron al gloriosísimo de Manolete. ¡No faltaba más! Pero reconozcamos que nadie como él. ¿Se torea así de capa? Toreó más y mejor que nunca con el capote. ¿Hay que eliminar la mano izquierda? Pues casi todos los pases fueron con esa mano. ¿Hay que ligar las faenas? Pues ligazón perfectan en el empalme de pase a pase y en el engarce de tiempo a tiempo -en un espacio mismo, podríamos decir también- hubo en el sexto, bis. ¿Se mata así? Pues dos estocadas de perfecta ejecución dieron relieve a lo más fundamental de la personalidad de Manolete, "a la primera piedra que se puso en su cimiento" a su personalidad de matador. ¡ah! -dirá alguno-, ¡pero Manolete no pone banderillas!
Brindamos el argumento a los enemigos del torero más barato de cuantos se visten de luces.
¡Polémica! ¡Regateo, negaciones a todo trance! ¡¡Manolete!! Manolete, sobre todos los tiempos dando cuerda a los relojes enmohecidos que se pararon en tal o cual año. Manolete parando el viento. Manolete contra el viento y la marea clavado como un maravilloso triunfo de San Rafael en los ruedos de España para la gloria cordobesa del toreo.
Veintidós mil almas estremecidas retardaban el momento de abandonar la plaza. Los ojos se clavaban aún en la arena, cuyos oros se apagaban en sombra de noche. Allí todavía las huellas de Manolete. Quedaban en el pautado convencional con que dividimos el ruedo en convenionales geometría las huellas solemnes de aquella orquestación de pases a compás, majestuosos. ¡Si viviera el wagneriano maestro de críticos D. Antonio Peña y Goñi!
Allí quedó la partitura, redonda, rotunda. A ver quien se la canta al coro de 22.000 voces que distendían los nudos de 22.000 gargantas pasmadas en tanto toreaba el solemne maestro cantor del Guadalquivir alto.
Estudiante. Toda la extensión valerosa de su toreo, que tantas apsionadas simpatías promueve, quedó contraída a la faena del primero. Cortó una oreja. Con esto no lo hemos dicho todo, porque él fue uno de los pilares de la corrida de toros, sosteniendo con el cordobés el fuego de la emulación, no ya de torero a torero sino de espectador a espectador. Siempre dispuesto a aprovechar el quite, intervino con mucho lucimiento. Se le aplaudió, y fue lucida a conciencia su actuación. Estudiante sigue firme en la posición ganada.
Juan Belmonte tuvo toros broncos. Además, recientes percances no le han permitido aún la recuperación precisa. Hasta el límite de la honrada actuación que a su figura corresponde, se mantuvo en los linderos discretos. Valientes en quites, fue ovacionado. Bien, en el estilo templado que empleó al abrir las faenas, cortado luego ante el cabeceo de las reses. A Belmonte habrá que verlo otra vez estimando que nada más que como voluntarioso ensayo su labor en la tarde de ayer.
Y, toda una tarde, toda una noche -y muchos días- llenos por el comentario: Manolete.
-Yo he visto a Manolete. En Madrid, Manolete no miraba el toro. Con vaga sonrisa -hasta donde él puede sonreir-, miraba a los tendidos que crujían estremecidos por la emoción inenarrable. Tenía dominado al Destino. Era la epopeya que no quiere palabras. El toro le seguía dócil. El torero sonreía al Destino. Al "Epos de los Destinos" -¡qué caramba, ilustre D. Eugenio, gran aficionado! Al destino heroico del Séneca más senequista de todos los sénecas que se han enfrentado con todo el terrible Destino sin salida de los ruedos. ¡Menuda epopeya! Nada más que eso.


Nota del compilador: artículo escrito en el periódico ABC de Madrid luego de la famosa Corrida de la Prensa del año 44 en la que Manolete se consagra y su leyenda crece. Sin duda Manolete no fue únicamente el torero caído en Linares un día como hoy, sino un torero de época como lo muestra la crónica. El héroe y el mito surge en un ruedo toreando y así creo que hay que recordar la historia; y no saciar el morbo que produce la sangre de Islero en las páginas escritas.

domingo, 26 de agosto de 2007

La censura

Alfonso Navalón
(El Adelanto de Salamanca)
29/08/2005

Siempre me gustó andar con gente mayor que yo. No es que uno haya sido muy reverencial, pero siempre se aprende más de los viejos que hablando de putas y de toros con los de tu edad. Cuando tenía 16 años, Santos el de la Utilia, de Sancti Spíritus --un tratante que nos compraba los corderos--, me llevó a conocer el barrio chino, que era la otra gran universidad de Salamanca.

La señora puta que me llevó al huerto se llamaba Mari Carmen, y mientras se desnudaba iba cantando una copla de Juanito Valderrama que decía: "me voy a hacer un rosario con tus dientes de marfil para que puedas llevarlo cuando estés lejos de mí..."). Era la famosa canción de El emigrante , y en un momento me despachó con cuatro culetazos sin que yo sintiera las cosas tan bonitas que había leído en los libros prohibidos sobre la líbido y el orgasmo.

Así que sentí tal desilusión que no volví a estar con una mujer de pago el resto de mi vida. Tal vez porque la mujer de un gañán de mi abuelo me dio mucho más gustirrinín en unas vacaciones de Semana Santa, debajo del nogal de la huerta de La Patera.

Cuando estudiaba en Salamanca iba casi todas las noches a EL ADELANTO, donde los periodistas de la época podían ser mi padre o mi abuelo. Había uno con gafas y nariz aguileña que estaba obsesionado con el sexo y no tenía más conversación que la jodienda. Una noche lo vimos silencioso y preocupado: "El día que tenga 70 años y no se me ponga dura, ¡me pego un tiro!".

Por uno de esos milagros de la divina providencia, se murió al poco tiempo y contaban los íntimos que el día anterior daba golpes con el miembro en la mesa de la redacción porque tenía la polla como un garrote. Naturalmente, en la necrológica que publicó el periódico no se hablaba para nada del rasgo más sobresaliente de su personalidad. La ciencia eclesiástica los habría excomulgado a todos.

A los pocos día aprendí lo que era la censura política. Ya digo que me pasaba muchas noches en la vieja redacción de Ramos del Manzano, sin darme cuenta de que estaba en la única escuela de periodismo donde se aprende este oficio a pie de obra. Allí nos sorprendió aquella noche de agosto la noticia de la muerte de Manolete en Linares. Y hubo que poner el periódico patas arriba para darle prioridad a semejante suceso. El Clarinero, que era el cronista de toros, se puso febril a escribir una semblanza dolorida sobre el ídolo muerto.

Al día siguiente se suspendieron todas las corridas y hubo tanto luto nacional como cuando se murió Franco. El Clarinero me pidió que, para ganar tiempo, fuera escogiendo media docena de fotos en el archivo de Manolete. En éstas estábamos cuando llegó un telegrama urgente de Arias Salgado, director general de Prensa y Propaganda del régimen, dando órdenes de magnificar hasta el máximo la muerte del torero y silenciar todo lo posible la explosión del polvorín de Cádiz que había ocurrido el mismo día.

Así me enteré de lo que era la censura política para ocultar la tremenda tragedia con muchas víctimas inocentes. Manolete era el símbolo internacional del franquismo y José Antonio Elola inventó la leyenda de que se negó a torear en la plaza México si no retiraban la bandera republicana y ponían en su lugar la española.

Años después supe que todo había sido una farsa, porque ni en la plaza había tal bandera republicana y esa noche Manolete cenó con Indalecio Prieto y la elite de los republicanos exiliados, brindando por la caída del franquismo que, al retirar las naciones a sus embajadores en Madrid, se daba como inminente.

Cuando ejercía el periodismo en Madrid, y sobre todo en mi última etapa de Salamanca, descubrí que la censura más implacable es la económica, donde no se puede escribir nada contra los intereses del gran capital (1). Luego me atemorizaron con que el que se atreviera a escribir algo contra el Opus Dei era periodista muerto.

Así que me lié la manta a la cabeza y los puse a parir a pesar de que el amo Mariano era de comunión diaria. Milagrosamente no me pasó nada o pensarían que era mejor dejarme por imposible. Porque entre los del Opus hay gente inteligente.

(1) Porque si retiran la publicidad se puede hundir el periódico

miércoles, 22 de agosto de 2007

Un sueño de moros dividido en tres capítulos/ Juan Sebastián Roldán

Juan Sebastián Roldán

Primer Capítulo

Debo partir por dejar claro que las palabras que vienen a continuación son el fruto de minutos eternos que viví en una plaza de toros hoy por la tarde. Entendiendo que los seres humanos vivimos procesos de memoria inmediata; podríamos hasta acordar que no es definitiva la afirmación primera, pero ustedes no imaginan como salieron los olés, las emociones, las expresiones y todos los gestos posibles tras ver torear primero a Morante, y luego, aún conciente de haber estado ahí, negármelo mil veces.

Digo luego, cayendo en la injusticia propia del sesgo del gusto y la pasión que me despierta el toreo de arte. Clase enorme la de Curro Vasquez, enormes las verónicas al primero y la media al sobrero, propios del toreo, puro, y hondo de un torero grande. Grande como el capote de Ponce, pero no solo el percal sino sobretodo el lugar que le guarda la historia a un torero (que a mi criterio no es hoy él torero, porque ese tiene nombre propio, y viene de la Puebla) que define lo que significa el toreo en el mundo de los toros actualmente. Hoy lo demostró de sobra en la faena de muleta del de regalo.

Segundo Capítulo

Primero Morante. Primero y único. Si puede llegar algún día a definirse el resultante de fusionar pasión, intensidad, esplendor, arte, duende, sentimiento, técnica, valor, pundonor o inteligencia en cada uno de los pasajes de la lidia, entonces el genio llevaría las iniciales J. A.

Primero Morante, segundo sus manos. Esas que llevan el misterio de la voluntad propia, únicas por irreverentes, porque desafían los conceptos de la biología, porque desobedecen la razón, no solo del cuerpo al que pertenecen sino del canal de comunicación, mirada, asimilación y expresión que llevamos dentro los aficionados a los toros.

Primero Morante, segundo sus manos, tercero los gritos. De hecho, no gritar al verle un lance, un ole tan largo y fuerte como las expresiones de dolor más intensas es mal propio de ignorantes o de insensibles. Terrible mal el primero, pero incurable el segundo. Madrid no sufre de ninguno de ellos y antes de que salga su toro le ovacionó desde dentro, con aplausos que sabían a sur, pero que se reconocían en la capital del toreo, en un gesto de los grandes y en la expectación que guardábamos todos los presentes. Lo lanceo como suele hacer, acariciándolo- nos. Uno por la derecha, oleee, uno por la izquierda, oleeeee, otro por la derecha, bieeeen, y el resto en silencio, único y solo silencio que provoca el sentir que no se puede llegar a torear así, que no podemos contarlo, que se acabarán, que nos quedaremos solos sin ellos, que en cada grito nos dejamos toda la dignidad que guardan las composturas propias de los aficionados a los toros que mueren por momentos como aquellos.

Primero Morante, segundo sus manos, tercero los gritos y al final lo que se queda en cada uno de nosotros[1]. No son frecuentes los recuerdos que se eternizan, las faenas que se guardan intactas. Esta tampoco, solo los lances en el quite y la media; los cambios de mano al llevarse al toro a los medios; los derechazos bañados de hondura; los pases de pecho por ambas manos; hasta detrás de la hombrera contraria y cada uno de los naturales que se repiten mil veces mientras trato de despejar la cabeza, para que lo que escribo sea entendible.

Después de Morante, nada. Mentira, pura y dura mentira. Después del pinchazo volvimos al lugar, a la fecha, a la ciudad. Después del pinchazo y la estocada y la vuelta al ruedo y el dolor en las manos por los golpes sucedidos, en la garganta por las estridencias de cada expesión y en el alma porque todo tiene un fin.

Tercer Capítulo

Después un novillero dio la cara, dejó ver detalles de buen gusto, pero después, todo después. Qué podemos hacer tras la gloria, si ni el mismo Dios ha pensado que queda tras el paraíso, lo vamos a lograr nosotros.

Para cerrar la eternidad, un novillo para todos los alternantes. Rivera en la boca del burladero, Curro en la otra,- que sea Curro pedíamos a nuestro interior, a las supersticiones que nos hacen cruzar dedos, cerrar ojos, buscar estrellas solitarias- Ponce detrás. El niño escondiendo su felicidad y el par de apéndices más importantes de su corta carrera en el fundón del destino.

No estaba Morante, debía haberse ido, no tenía que más hacer, nos regaló una vida, con eso bastaba. Fue Rivera, lo paro y dejó lances que no conocíamos en él, pero que sabían a nada después, siempre después de no solo el capotito del Moro, sino del pausado del Maestro Vázquez que guardaba una media que recordó su despedida, en este mismo escenario, hace dos años.

Primero Morante, segundo sus manos, tercero los gritos y al final lo que se queda en cada uno de nosotros. Porque un torero de arte subido a caballo sigue siendo de arte. Porque poner la vara en lo alto, tras una arrancada de lejos, echando la vara de verdad, cargando la suerte, es lo mismo que bajar las manos, meter los riñones y matarnos con una media, pero no es igual. Morante no se había ido, montaba un caballo, haciendo gala de pureza en el cambio del de ala ancha por la gorrilla de los varilargueros. Movió al Alazán provocando la embestida, despacio llamó al castaño de la ganadería de Espartaco, lo vio llegar, dejó su firma y solamente sonrío. ¿Qué más puede hacerse cuando todo juega a nuestro favor, cuando sabemos que no se ha soñado?, aunque afirmo que quienes lo vimos al salir del escenario de verdad queremos creer haber vivido en el espacio onírico, porque de ser real, no hay más que ver. Debemos buscar otra pasión e intentar encontrar el momento justo y la persona idónea para que nos lleve de la mano en visita guiada por el éxtasis y como estamos conscientes de que el éxtasis no tiene rutas, entonces es mejor contarlo como sueño y volver cada vez a buscar entre las tardes de toros, a quien confunde arte con ficción, realidad con pureza. Volver por Morante, pero sobretodo, volver por nosotros y lo que dejamos con él.

(Madrid, 2004)

[1] Debo decir que la utilización del inicio de cada párrafo como se estructura en el segundo capítulo, es de inspiración del libro “Océano Mar” de Alessandro Baricco.

lunes, 20 de agosto de 2007

Las palabras y los toros/ Esteban Ortiz Mena

Esteban Ortiz Mena

Sin duda alguna las palabras bien escritas generan lágrimas, sonrisas, sensaciones y, por supuesto, muchas satisfacciones... al igual que los toros.

Plasmar con palabras una vivencia, sensación o idea, la que nos quiera contar el autor (inventor), hace que lo descrito permanezca inmutable y trascienda en el tiempo. La literatura y los toros son manifestaciones artísticas y culturales muy ricas. Y claro, ¿por qué no aprovechar la versatilidad que tiene el arte de torear para imaginarnos toros de papel? ¿Y por qué no, gracias a la literatura, acercarnos a nuevos aficionados? ¿A esos aficionados a las letras que crean cuentos mágicos, soñadores, llenos de tragedias e ilusiones? ¿A esos toreros que expresan en el papel lo que han sentido en el ruedo, en un quite imaginario a los toros fieros? El proceso de creación es un capital que lo llevamos todos, lleno de vida que quiere crecer, evolucionar y adquirir un sentido propio.

La palabra toma vida propia, crea fantasías o cuenta vivencias y adquiere una independencia única, vital, con tal fuerza que su propio contar se separa de quien lo crea. La palabra adquiere independencia para poder describir, a su manera una manifestación de sentidos, sensaciones e inspiraciones. Llega un momento que gracias a la descripción y al relato llegamos a conocer de una manera íntima a un personaje o nos identificamos con una aventura, creyendo que estos existen. Tal es la asimilación que inclusive nos convencemos que ellos existen o son personajes y aventuras que algún día (y con toda seguridad) ocurrieron. Las palabras son embriones de las ideas, la estructura de las razones, las cuales sobrepasan la simple definición de diccionario para adquirir un sentido propio y mucha vitalidad. El poder de las palabras, en sí, radica en la fuerza para lograr esos momentos mágicos y ser capaz de expresar lo vivido o lo imaginado. Las palabras profundas intentan al menos, luego del reposo, poder plasmar, como las faenas intensas, recuerdos eternos.

Pero es curioso, en el toreo es al revés: lo irreal se vuelve auténtico. Lo mágico y etéreo se vuelve material, y lo podemos ver y sentir. La expresión cambia y pasa de un ruedo a un papel.

La manifestación efímera llega a trascender. No por el tiempo de duración de lo ocurrido, sino porque cala en lo profundo de quien escribe y porque a través de las descripciones que se publican o se leen se puede volver a manera de recuerdo. O de imaginación. Es la constancia de lo ocurrido: una palabra, una crónica, un cuento. Y una cosa hermosa, es una alegría para siempre.

Una plaza puede ser material de las más diversas aventuras, el campo de las mejores descripciones para poder conseguir en una obra literaria plasmar las sensaciones. Utilizar la palabra como medio para poder expresar y seguir creando bellas obras de arte, ya no sobre un albero, sino ahora sobre una hoja en blanco a toros de papel.

Y está cada escritor quien abre el fondo íntimo de su sentir para compartir con nosotros sus experiencias, criterios, gustos, lecturas, procedimientos, mecanismos, trampas, sensaciones, obsesiones y percepciones, y eso de por sí, es todo un universo.

Y por otro lado, existe el universo de cada lector, con su propia percepción de las imágenes y de los mensajes que le transmiten los signos y los enigmas de la palabra.. Es una relación de complicidad entre escritor y lector, engañador y engañado, seductor y seducido, toro y torero.

Como lo expresa Sergio Ramírez, “la necesidad de contar, y oír contar, se inicia en ese momento mágico en que alguien no se da abasto con la percepción directa de la realidad que lo circunda, y vaga con su mente más allá de los límites reales de su mundo, donde termina lo visible y comienza la incierta oscuridad llena de la inquietud por lo desconocido, de las sombras apenas dibujadas de la incertidumbre.

La imaginación empieza con el acto de ver sin ser dado tocar. Alguien imaginó y surge la necesidad de contarlo, expresarlo, representar en su propio lenguaje. A su vez, alguien escucha, e imagina lo que escucha. Ahí se crea esta magia: contar y oír contar, escribir y leer, proponer y recibir, torear y sentir.

Imaginémonos al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro, predispuesto a ser parte de ese rito –como la predisposición que tiene quien paga su entrada para ir a los toros y se sienta en el tendido-, dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no decir, a dejarse engañar?

La imaginación fabrica imágenes, es su oficio. Ahora, que la revolución de las imágenes prefabricadas han hecho que la hoguera de la televisión sustituya a la hoguera de fuego bajo la luz de la luna y las estrellas, logrando que el resplandor de las noche estrellada se opaque, debemos nosotros impulsar para que la llama crezca y que la hoguera se fortalezca.

Ahora que tenemos una representación de todo, o casi todo, en las pantallas: las guerras, las hambrunas, las tragedias colectivas, los crímenes, vemos como estos ocurren dentro de nuestras casas. Se volvieron sucesos domésticos. No dejemos que esa fábrica de imágenes, la imaginación, sea suplantada por las mismas imágenes preconcebidas. “Lo visible es solo un ejemplo de lo real”, escribió Paul Klee, y para eso están los cuentos, para imaginar.

Sin duda "nada podrá medir el poder que oculta una palabra. Contaremos sus letras, el tamaño que ocupa en un papel, los fonemas que articulamos con cada sílaba, su ritmo, tal vez averigüemos su edad; sin embargo, el espacio verdadero de las palabras, el que contiene su capacidad de seducción, se desarrolla en los lugares más espirituales, etéreos y livianos del ser humano". (Grijelmo, Alex; La Seducción de las Palabras, Editorial Taurus, pensamiento, Madrid 2000.) Probablemente ese lugar sea una plaza de toros, con toreros que se juegan la vida y con las palabras que cada uno de nosotros llevamos en nuestros corazones, porque si no existiera sentimiento, si no existieran toreros que se juegan la vida, no existiría literatura.

Fomentemos los toros, fomentemos la imaginación. Los libros que no se leen son vidas que se desaprovechan, mundos que se abandonan. Una palabra es un trasbordador, dice el poeta Peter Huchel, y es verdad: las palabras de un libro te llevan más allá; empiezas siendo una sola persona y mientras lees te vas transformando en mil mujeres y hombres distintos. (Benjamín Prado). Piénsenlo y cambien… leyendo. No se conformen con ser nada más que ustedes mismo… toreando.

viernes, 17 de agosto de 2007

José Tomás: "Vivir sin torear no es vivir"

Almudena Grandes
El País, 27/05/2007

José quería ser futbolista, pero pasaba mucho tiempo con su abuelo Celestino.

A menudo, los nietos mayores siguen siendo únicos por muchos hermanos que les nazcan después, y lo son para siempre. Esa intimidad profunda y estrecha al mismo tiempo, que no tiene explicación ni la necesita, compensa con creces los mimos que se reservan para los pequeños de cada casa, porque los buenos abuelos, los que saben apreciar cómo cambia de forma y de tamaño la mano que llevan en su mano, no sólo transmiten amor, una clase especial de sabia y vigilante compañía. También saben inspirar fe, seguridad, confianza. Y a veces tienen el don de adivinar el futuro.

¿Quieres torear? Aquel día no había clase, él tenía 10, 11 años, había empezado a sufrir por el Atlético de Madrid y de mayor quería ser futbolista. Lo era ya del equipo de su pueblo, el Galapagar, un club de tercera regional cuyas categorías inferiores “benjamines, alevines, infantiles, juveniles” jalonaron el recorrido de su infancia. Al principio jugaba de delantero centro, después de medio centro, y corría mucho, tanto, que ahora recuerda su velocidad con una sonrisa luminosa, contenida, y un brillo travieso en los ojos.

Corría mucho y progresaba adecuadamente de categoría en categoría, por eso tenía ambiciones, pero aquel día no había clase y su familia decidió pasarlo en el campo, en la finca de su tío Victorino Martín, el ganadero que había logrado que su nombre se hiciera tan famoso, o más, que el de los matadores que se atrevían con sus corridas.

Entonces, alguien que andaba por allí le hizo una pregunta que le cambiaría la vida: "¿Quieres torear?".

No sabe por qué contestó que sí, pero se acuerda de que cuando se enfrentó a su primera vaca ni siquiera sabía armar una muleta. La cogió como si fuera un capote y su abuelo estaba allí, mirándole. Celestino le escondía los balones, se los quitaba, se los pinchaba y le daba una muleta a cambio: "Toma, torea". Él era taxista, pero no uno cualquiera, hasta en su tarjeta de visita lo ponía: Celestino Román, taxista de toreros. No había nada en el mundo que le gustara más que alquilarse para una tournée, o quizá sí. Quizá le gustaba más ir a Las Ventas con su nieto José, iniciarle sin palabras en la liturgia profana y solemne de una fiesta que celebra la vida en el sereno presagio de la muerte, la incomparable emoción de un hilo tenso que vibra en la garganta y se estremece en el corazón, ese mundo pequeño donde cabe de sobra el mundo entero. Quizá eso le gustaba más a él, y le gustaba al niño que le acompañaba, y miraba, y se empapaba de toros en silencio, porque en la plaza se habla poco y nunca de más, porque a la plaza se va a estar callado, a escuchar a los que saben, a aprender a respirar.

Todo eso lo sabía José Tomás aquel día de vacaciones, en el campo, cuando alguien le preguntó si quería torear. Él aspiraba a ser futbolista, ni siquiera sabía armar una muleta, pero dijo que sí, dio un paso al frente, y toreó.

Me encuentro con Tomás en un reservado de Lhardy, y no es una elección casual. Aquí, el 11 de diciembre de 1944, el "todo Madrid" literario, un todo muy pequeño, casi insignificante en comparación con el que habría podido reunirse unos pocos años antes, tributó un homenaje al matador más grande de la época, Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete, el torero al que más admira José Tomás. Los organizadores de aquel banquete no invitaron a ninguna mujer para evitar que el homenajeado acudiera con la suya, Lupe Sino, una belleza espectacular que antes de probar suerte en el cine había intervenido activamente en la resistencia de la capital, y de la que se afirmaba que, en algún momento de la guerra, había llegado a contraer matrimonio civil con un mando del ejército republicano. Hoy, en Lhardy, a solas conmigo y con Joaquín Sabina, el amigo común que nos reunió, José recuerda a Manolete desde el principio, desde antes del principio tal vez, al evocar las fotos que le hicieron cuando se puso por primera vez delante de una vaca. Porque ahí, en esas imágenes del niño que cogió una muleta como si fuera un capote, ya estaba todo lo que vendría después, pases precisos, presentidos, estatuarios y manoletinas infantiles que presagiaban los naturales, la actitud y el estilo que harían al hombre. En aquel momento, José Tomás no sabía nada de él, ni siquiera había oído pronunciar su nombre, y, sin embargo, ahí estaban los dos juntos, a despecho del tiempo y de la historia. "Aquel día fui Manolete antes de Manolete", dice ahora, y que "Manolete es el toreo como una forma de estar en el mundo, no tanto de torear". Por eso, los días 29 de mayo le gusta vestirse de palo rosa y oro en Linares. Los colores de su última corrida, en su última plaza, en el aniversario de su muerte.

Tal vez, la naturaleza de este homenaje íntimo, sobrio y exacto bastaría para definir a un torero único en su especie, un torero artista, un torero valiente, el torero total, que es de esta época, pero parece de otra distinta. Al menos, ésa es la impresión que yo he tenido cuando he estado cerca de él, lejos del ruedo. Serio, concentrado, curioso, José Tomás mira de frente, con los ojos muy abiertos, y habla poco, lo justo, porque le gusta escuchar a los demás. Por eso nunca dice tonterías, nunca se adorna con la gracia fácil y superflua, insoportable, de los taurinos profesionales, ni se esfuerza por convertirse en el protagonista de las reuniones. Sentado a una mesa, o en el salón de la casa de un amigo, es tan inteligente como en la plaza. Por eso, y por el sincero interés que le inspiran los mundos que no son el suyo, me ha parecido siempre una encarnación feliz y anacrónica de otra estirpe, el heredero de una raza de toreros clásicos, legendarios, hombres como Juan Belmonte o Ignacio Sánchez Mejías.

Yo soy, claro está, tomista, es decir, formo parte de esa escuela, abundante en intelectuales y artistas, cuya denominación compartimos los seguidores de José Tomás y los de santo Tomás de Aquino. Le veo, le sigo, le miro, le admiro, y él lo sabe, pero eso tampoco le impresiona. "A mí la gente me dice: 'Voy a ir a verte, para apoyarte', y yo les digo siempre lo mismo: 'No te necesito, ven si te apetece, pero no me hace falta que me apoyes, el que tiene que hacerlo soy yo, yo solo?". Así habla el torero que ha conseguido poner de acuerdo a Madrid y a Sevilla, a los aficionados del 7 y a los del 9, a la izquierda y a la derecha de este país.

"Lo hago yo, y lo tengo que hacer solo". Parece soberbia y tal vez lo sea, pero es también, por encima de todo, eso que se llama vergüenza torera, una condición que hoy no abunda en los ruedos y se echa mucho de menos fuera de ellos. En una época en la que los matadores de toros se hacen famosos por los apellidos de sus parejas, por sus escándalos sexuales o financieros, por sus exclusivas o por la imagen que prestan a firmas de alta costura, José Tomás, que se marchó cuando ocupaba el número uno del escalafón y a ese lugar vuelve ahora, permanece rigurosamente ausente de todos los circos. Inédito en el universo del papel cuché, huye de los medios y logra despistar a las cámaras sin trabajo aparente porque, en sus propias palabras, vive como un monje. En un país enfermizo de notoriedad, como es por desgracia el nuestro, eso sólo significa que le gusta estar en su casa y guardar su intimidad para sí mismo. Vivir, en otras palabras, de acuerdo con su destino, respetando siempre el hilo delgado, luminoso y terrible que separa el arte de la muerte.

"Hay que contar con la posibilidad de morir, hay que estar dispuesto a eso. Y hay que tener miedo, aprender a superarlo, a gestionarlo, porque no se puede ignorar, es una locura renunciar a él. Las grandes tardes llegan en esos días en los que uno tiene miedo antes de salir a la plaza, porque hay que salir con el riesgo asumido, aceptarlo antes de que se produzca?".

Mientras le escucho, con un gesto que seguramente transparenta mi admiración por la serenidad de su acento, recuerdo unas declaraciones de Luis Francisco Esplá. "¿Qué es el valor?", le preguntaron una vez, hace ya tiempo. "El valor es el sitio donde se pone José Tomás", contestó. Se lo recuerdo ahora y sonríe. No añade nada más, pero los dos sabemos, él mucho mejor que yo, cuál es la contrapartida del valor, la clase de amenaza que brota de unos ojos oscuros.

Le gusta mirar a los toros, verlos en el campo, estudiar su expresión cuando son novillos y después, al encontrárselos en el ruedo. Al citar, siempre mira a los ojos del toro, y se esfuerza por ponerse en su lugar, por pensar que el animal también le está mirando. Entonces adivina sin esfuerzo sus intenciones, y sabe bien lo que le dice. "Como te equivoques, te cojo". Porque las cogidas son siempre errores del torero. "Es lo que tú le das", resume. "Si te pones delante, y quieres, y mandas, no te coge".

Al escucharle parece fácil. "Hay que correr siempre para adelante, nunca para atrás", añade, y lo afirma con una contundencia útil para el toreo, pero también para la vida. "Y si en un pase, el toro se te cuela, en el siguiente hay que cruzarse más, irse más para adelante?". Parece fácil, pero no lo es. Yo lo sé porque he visto mirar a los toros. Lo sé porque he estado en plazas sombrías, silenciosas, en muchas tardes difíciles de ganado manso y malo, peligroso. Lo sé, y sé lo que es un toro con sentido, esa embestida turbia que codicia el cuerpo del torero, que pretende engañar a quien le engaña, y enganchar, y herir, y rasgar en cada pase. Y sé que hasta los buenos, los que tienen nobleza, bravura, casta, pesan seiscientos kilos y tienen dos pitones duros y afilados que terminan en punta, que pueden matar, y la potencia, la furia, la velocidad de una locomotora de sangre caliente. Y sabiendo todo eso, y lo mucho que le han pegado los toros, miro a los ojos grandes y dulces de este hombre joven, guapo, rico, y le pregunto por qué vuelve. Él tarda un instante en contestarme. Se mira las manos, mira hacia delante, asiente para sí mismo, me devuelve la mirada por fin. "Es que vivir sin torear no es descansar, no es estar relajado, ni disfrutar de lo bueno de la vida, eso que dice la gente? Vivir sin torear no es vivir".
Para eso vuelve José Tomás, para volver a vivir. Para eso ha vuelto, porque hace meses que se encierra con toros de cinco años. "¿Y toreando a puerta cerrada te alivias?", le pregunto, usando una expresión taurina de difícil traducción, porque "aliviarse" significa no arrimarse, excederse en las precauciones, hacer trampas incluso para esquivar el riesgo, pero también y sobre todo reservarse, no dar todo lo que se puede dar, lo que se lleva dentro. Cuando me escucha, se echa a reír. "Pues no, no me alivio", responde. "¿Por qué, para qué? No tendría sentido"? Y sin embargo, sólo se ha vestido de luces tres veces desde septiembre de 2002, cuando se retiró en la plaza de Murcia, porque vestirse de luces no es un acto trivial, un juego caprichoso, nada que se pueda hacer sin consecuencias. Por eso, sólo se ha encargado tres vestidos nuevos para la reaparición. Y la primera vez que vio uno extendido sobre una cama después de cuatro años, se puso serio, miró a su hermano y le hizo una pregunta: "¿Nos vamos a acordar?". Se acordaron.
El 17 de junio, José Tomás volverá a vestirse de luces en la plaza de Barcelona, en cuyas ventanillas cuelga un cartel ?"No hay billetes"? que nadie había vuelto a ver por allí desde que logró colocarlo Manuel Benítez, El Cordobés, hace más de 30 años. Tomás, un torero de Madrid que, por encima de todas las leyendas, triunfó en Sevilla, y un triunfador de Sevilla al que, más allá de cualquier leyenda inversa, siguió adorando sin condiciones, y como a un patrimonio propio, el tendido 7 de Las Ventas, donde se sienta el público más difícil, más exigente del mundo, vuelve a la tercera plaza de sus grandes éxitos en un momento crítico para la fiesta en Cataluña. No es sólo un gesto, y la mejor manera de solidarizarse con la Plataforma Taurina de Barcelona, sino la elección consciente de un lugar que él quiere y que le quiere, de un público con el que se siente identificado. Pero hay algo más, y no encuentro el modo de plantearlo. Le doy vueltas y más vueltas, alguna vuelta más, y al final embisto por derecho, aunque con cierta cautela. Reaparecer en la segunda mitad de junio, digo en voz alta, como para mí misma, cuando ha pasado la Feria de Abril, cuando ya ha terminado San Isidro? Otro tendría ya una respuesta preparada, cualquier explicación alambicada y confusa sobre los plazos, las empresas, todos esos factores imponderables que resultan útiles para fabricar una excusa. Él no. Él reconoce que tiene que probarse, ver cómo está, cómo se siente, escoger los compromisos con cuidado. De momento, este año sólo va a torear 15 corridas. Su novia no piensa ir a ninguna.

En los últimos días de su vida, Rafael Gómez, El Gallo, se atrevió a definir el arte de torear con una sentencia hermosa y honda, poética casi. "Maestro, ¿cuándo diría usted que un torero es artista, y que torea con arte?", le preguntó alguien. "Cuando tiene un misterio que decir, y lo dice", respondió él.

Si El Gallo viviera hoy, quizá estaría de acuerdo conmigo en que esa definición encaja como un guante con la figura y el estilo, con la personalidad y la actitud de José Tomás, un torero profundo, misterioso, que guarda en sí mismo todas las esencias del arte clásico, el de antes de los toros afeitados y el rabo de Palomo, y no sólo en la plaza, sino además, volviendo siempre a Manolete, en su propia vida. El toreo es una forma de estar en el mundo, pero casi nadie parece recordarlo ya a estas alturas. También por eso, Tomás es un hombre misterioso, un torero raro. Lo sabe, y no le importa. Yo diría que hasta le gusta.

"Una vez, en un festival, en Ronda, le brindé un toro a Antonio Ordóñez. Y en la plaza estaba la madre del Rey, y me criticaron mucho por eso, pero estando Ordóñez en la plaza, yo no podía brindarle el toro a nadie más, ¿comprendes?, no podía, porque ahí estaba Antonio Ordóñez y no había nadie más importante para mí?". Luego, en otra ocasión, estando el Rey en el palco de Las Ventas, toreó dos toros y no brindó ninguno. Las críticas fueron proporcionales y hasta hubo quien empezó a hablar del "torero republicano". "Es que yo brindo muy poco", me dice cuando se lo recuerdo, "porque eso es algo que tampoco se puede hacer alegremente; yo no, por lo menos. Yo brindo en ocasiones muy especiales, cuando me sale de dentro; no puedo hacerlo por obligación, sólo porque sé que los demás están esperando que lo haga. Y a veces brindo sólo con la mirada, al entrar a matar?". Sí, interviene entonces Joaquín Sabina, más emocionado que si acabara de recoger una tonelada de discos de oro, y me cuenta que así le brindó a él una tarde como si no pudiera contárselo yo a él, tantas y tantas veces lo he escuchado.

Pero ésta no es su única rareza. Con las excepciones de José Tomás a las reglas más rancias de la tauromaquia se podría cimentar toda una leyenda, tan moderna como las más antiguas, sobria y laica. Porque él nunca entra en la capilla de ninguna plaza antes de una corrida, y espera fuera, en la puerta, a que terminen de rezar los hombres de su cuadrilla. Y no monta altares, no colecciona estampas, no enciende velas ni lleva una medalla de la Virgen entre la ropa. Tampoco duerme la siesta antes de vestirse. Y no alterna con toreros, no fomenta los halagos de los aficionados, no acepta regalos, ni asiste a las fiestas. "Lo de Fernando Ochoa es distinto", dice, marcando él mismo las distancias, "porque Fernando [un torero mexicano de su edad] es amigo mío, y los amigos son otra cosa?". José Tomás no alterna con toreros y, sin embargo, y esto es una rareza más, nunca le he escuchado hablar mal de ninguno.

A pocas semanas de su reaparición, le encuentro bien, sereno y seguro de sí mismo, como si los aficionados, y sobre todo sus seguidores, estuviéramos mucho más nerviosos que él ante la perspectiva de lo que se avecina. Para ponerle en suerte, le pregunto cómo es el toro soñado, y me responde que ese toro no existe. ¿Y la faena soñada? "Ésa tampoco existe", sonríe. Y sin embargo, me concede que en 2004, dos años después de retirarse, sintió algo que estaba muy cerca de lo que él podría soñar al torear a una vaca, en el campo, y ese día ni siquiera estaba preparado. Tal vez en aquel momento empezó a pensar en volver, tal vez entonces comprendió que lo que estaba viviendo no era la vida del todo.

El valor es el sitio donde se pone José Tomás, y José Tomás ha vuelto para ponerse en el mismo sitio. El arte es llevar dentro un misterio y poder, saber decirlo. Ése es el único compromiso que respeta, el único desafío que le importa. No va a cambiar, no viene a aliviarse, sigue siendo él y sólo aspira a ser mejor que él mismo. Me lo dice y yo lo creo, y más que creerlo, lo sé. Porque sé que para él, torear es una forma de estar en el mundo.Arte y misterio, hondura y valor, querer y poder, vergüenza torera y el cartel de "No hay billetes". Aleluya, aquí está otra vez José Tomás, aquí se acaban cinco años de orfandad y desconcierto. Si Manolete pudiera verle, estaría tan orgulloso de él como su abuelo Celestino.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Un trabajo que empieza a las cinco

Alfonso Navalón (15 diciembre 1964. El Ruedo)

Convertir una afición en profesión no deja de ser un servilismo doloroso, porque cuando el arte que llena el espíritu acaba siendo un medio de vida, necesariamente tiene que perder sinceridad.


Siempre me ha parecido más bonito lo que hace un aficionado que la perfección de un profesional. Porque el aficionado, despojado de egoísmos materiales, busca el placer estético donde los otros encuentran una solución de sus necesidades humanas.


El aficionado consciente de su condición, jamás hará concesiones a los demás, ni caerá en la monotonía de convertir el arte en oficio. Al revés: Cuando más sólo esté más orgulloso se siente y con más profundidad vive lo que hace.


Tienen vibración sentimental los tres naturales de esos que llamamos "señoritos del toreo" que la faena completísima de cualquier figura. Aunque aquellos lo hagan delante de una becerra y éstos tengan la responsabilidad del toro, del público y de la vida en juego. La gran faena de un gran torero es un eslabón más de la dilatada cadena de aciertos. Y los aplausos son el lógico premio del trabajo bien hecho.


Pero esos tres naturales de la becerra pueden ser el principio y fin de un hermoso sueño. Y aunque el sueño tenga segundas partes, los tres naturales quedarán clavados en el alma del recuerdo con su fondo de gente y de paisaje, con precisión de fecha, de hora y de matices.


Cuando pasen los años y la gente, cuando se muera la becerra, y cuando el protagonista no tenga más horizonte que un despacho o una vida cercada por ataques de reuma, en su alma seguirán teniendo ritmo aquellos tres naturales, aquella tarde y aquella encina que a él le parecía asomada a la placita para verlo torear.


Cuando el toreo deje sus miedos en la naftalina de unos trajes con el oro envejecido, volverá a ser aficionado y se perderá también por los senderos de la evocación, deteniéndose un poco en cada una de aquellas 30 o 40 faenas que tuvieron importancia. El torero, igualado en canas con el señor del despacho y del reuma, tratará de soñar con lo que fue y lo que pudo ser. Pero aquella faena perdida entre otras cuarenta hermanas gemelas, será una sensación imprecisa, traducida al presente. Será el camino grato de 40 pases convertidos junto a otros 6.000 en un cortijo y un batín de seda. O será el remordimiento de verse "sin tabaco" y volver la vista con pena hacia las tardes de gloria que no fue capaz de cuajar en un bienestar por culpa e la "mala administración".


No es lo mismo la obligación que la devoción. No es lo mismo torear por vocación que vivir de torear. Convertir en deber algo que nos gusta es uno de los mayores sacrificios del hombre.


Imaginaos la lucha de algunos toreros cuando llegan las cinco en punto de la tarde y no tienen más remedio que salir a matar dos toros. Y tiene que ser forzosamente a las cinco en punto de esa tarde calurosa. No cabe esperar a la inspiración. No cabe dejar el ensayo para mañana como hacen los cómicos cuando están de mal humor. O escribir el artículo por la noche. Tampoco sirve cambiar de tema o elegir el que más convine: tienen que ser los dos toros de todas las tardes que saldrán como a ellos les dé la gana sin que el hombre tenga más salida que explicar ante ellos una ciencia, al mismo tiempo que a los tendidos debe llegar un conjunto de armonías y emociones.


A esta constante preocupación le faltan todavía esos cientos de kilómetros que separan un plaza de otra, ese dormir sin dormir, mecidos por los baches de la carretera; y por si falta algo, puede un hombre pasar así tres o cuatro años y acabar debiéndole 20.000 duros al apoderado.


No es fácil ser torro. No es tan bonito como piensan algunos tener poco oficio algo que antes ha sido sólo un ideal poético.


Si a los que son figuras del toreo los dejaran volver a empezar (sin el fantasma de los millones por medio) se conformarían con ser aficionados. Con torear de tarde en tarde, con muchas vísperas delante de cada faena y muchos días después para recordarlas pase a pase, como se recuerda la primera tarde de amor o el primer día que nos fugamos del colegio para fumar el primer cigarro.


Por eso hay tanta diferencia entre el aficionado y el profesional. Entre el poeta que sueña y recuerda y el hombre sin nervios que ha convertido el arte en oficio. Porque, para muchos, torear no es más que eso: un trabajo que empieza a las cinco en punto.

domingo, 12 de agosto de 2007

La pesca recreativa y las corridas de toros

Luis MARÍA ANSÓN
de la Real Academia Española

Diario "La Razón" 28-11-2004

Mi buen amigo Daniel J. Santos ha regresado exultante de Suiza. Tiene cuarenta años, bigote aznarizado, cejas de acento circunflejo a lo Zapatero, entradas que anticipan la calvicie total y una curva de la felicidad que le atormenta. Es alto, fuerte, suele disfrazarse de joven y habla con palabras deshuesadas y vivos ademanes de sus manos desdeñosas. Se fue a un río suizo que se estanca a pescar el lucio y consiguió la picada y captura de un pez de 129 centímetros, su récord personal. Utilizó caña Carpmaster Excel, con la que se especializó en ciprínidos en los territorios carperos. Pero asegura que le funcionó muy bien en su última aventura.

-De madrugada -me dijo- saltó la alarma. Salí como una exhalación de mi saco de dormir. El carrete chirriaba en la caña y el trípode apenas resistía los botes. Tomé el mando y ajusté el freno. El pez huía desgarrado por la potera, el anzuelo triple, como sabes, bien sujeto por una empatadura, anudada a base de kevlar. Me di cuenta enseguida de que la lucha iba a ser larga y dura.

Daniel Santos había cebado el agua con boilies. La mosca empleada en su caña era de cabeza metálica dorada, la seda de color oliva, la pata, riñonada de pardo aconchado y la brinca, de tinsel fino también dorado. Prescindió de la cucharilla giratoria. Usó como cebo tencas vivas. Se había pertrechado de esmerillones, mosquetones y quitavueltas para evitarse complicaciones.

-La lucha fue heroica -siguió contándome Daniel, entusiasmado consigo mismo-. Durante no menos de media hora el tira y afloja continuó. En un remolino de las aguas pude ver la cabeza del pez. Era un lucio, sin duda de gran tamaño y grueso perímetro. La emoción me los puso de corbata.

Prendido bárbaramente del anzuelo de acero, el pez sufría hasta la angustia, herido por tres lugares simultáneamente. El lucio no es un animal bravo que vuelve al castigo y se crece con él. Por el contrario, se trata sólo de un pez aterrorizado, claro está, por el punzante de acero del que no puede desprenderse. El dolor que el anzuelo triple produce en zona tan sensible como el paladar resulta indescriptible. Basta imaginarse a un toro vivo colgado de la boca por un enganche de hierro en una grúa de la construcción. El lucio, en fin, huía despavorido hasta que la sabia mano de Daniel, tras darle caña, tiraba con decisión y reducía la fuga, con atroces desgarros. Y así una y otra vez mientras los minutos transcurrían entre dolores terribles para el pez y euforia deportiva para el pescador.

-Por fin -se extasía Daniel- levanté al lucio. Era enorme. Apenas podía sujetarlo en el aire mientras coleaba. Pero yo había levantado la malla de la sacadora, para que el lucio no pudiera escapar.

La terrible agonía del pez entre coletazos y espasmos en el aire se acentuó con la asfixia. Los coletazos se fueron haciendo más débiles, los espasmos menos frecuentes. Los ojos saltones y atónitos se le vidriaban poco a poco. El desgarro en la boca era cada vez más estremecedor.

-Alargué el brazo -concluyó Daniel- Se había consumado mi gran victoria. Deposité al animal todavía agonizante sobre la moqueta de desenganche y me apresuré a desanzuelarlo, lo que resultó complicado porque la lucha había clavado fuertemente el metal en los labios y el paladar. Gracias al desembuchador pude al fin realizar la operación.

-Bueno -añadió eufórico-. Y aquí me tienes en esta fotografía con el lucio, que es mi máximo trofeo después de tantos años de pesca. Estoy que no me lo puedo creer.

Son muchos millones los pescadores que en los países más cultos de Europa, Suiza, Suecia, Noruega, Dinamarca, Francia, Italia, Holanda, Alemania, Inglaterra... dedican sus fines de semana a la pasión, un poco cruel, la verdad, de la pesca recreativa. Se comprende la captura masiva de peces para la alimentación general. Y serán muchos los que acepten, aunque con reparos, la belleza de la pesca deportiva o la recreativa. Pero, tras la conversación con Daniel y el relato de su hazaña, cada vez que un suizo, un sueco, un noruego, un danés critiquen las corridas de toros, espectáculo de arte y valor, de profundas raíces religiosas y populares y en muchos aspectos expresión cultural trascendente, contestaré:

-Mire usted, mi querido amigo, cuando prohíban en su país la pesca recreativa empezaremos a hablar de las corridas de toros que ustedes quieren que el Parlamento europeo condene.

Contemplé, en fin, a Daniel todavía emocionado tras su relato, héroe por cierto sin riesgo personal tan diferente al del torero en la plaza que, con sólo un trapo, se enfrenta a las dos furias astadas del toro bravo, y le dije:

-Me alegro de tu éxito, Daniel. Por cierto, tengo entradas para ver esta tarde en las Ventas al Juli. Es un torero de época. Te invito a que vengas conmigo.

-¿A los toros? -me contestó- ¿Cómo puede ir a los toros un hombre culto y sensible como tú? La corrida de toros es una salvajada.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Vargas Llosa y la defensa de la Fiesta

Mario Vargas Llosa
Plataforma para la defensa de la Fiesta Brava

Los enemigos de la Tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas irracionales vuelcan un odio atávico contra la bestia. En verdad, detrás de la Fiesta, hay un culto amoroso y dedicado en el que el toro es el rey, el ganado de lidia existe porque existen las corridas y no al revés, si la fiesta desaparece, inevitablemente desaparecerán con ella todas las ganaderías de toros bravos, y estos en vez de llevar en adelante la bonancible vida vegetativa, deglutiendo yerbas en las dehesas y apartando a las moscas con el rabo que les desean los abolicionistas, pasarán a la simple inexistencia; y me atrevo a suponer que si se les dejara de elección entre ser un toro de lidia o no ser, es muy posible que los espléndidos cuadrúpedos, emblema de la energía vital desde la civilización cretense, elegirían ser lo que son ahora en vez de ser nada.

Si los abolicionistas visitaran una finca de ganado de lidia, se quedarían impresionados al ver los infinitos cuidados, el esmero, y el desmedido esfuerzo, para no hablar del coste material que significa criar a un toro bravo desde que está en el vientre de su madre hasta que sale a la plaza y de la libertad y privilegios que goza. Por eso, aunque a algunos les parezca paradójico, solo en los países taurinos, como España, Francia, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Portugal, se ama los toros con pasión, por eso existen estas ganaderías que con matices que tienen que ver con la tradición y las costumbres locales, constituyen toda un cultura que ha creado y cultiva con inmensa dedicación y acendrado amor una variedad de animales sin cuya existencia, una muy significativa parte de la obra de un García Lorca, un Hemingway, un Goya, un Picasso, para citar solo a cuatro de la larguísima estirpe de artistas de todos los géneros para los que la fiesta ha sido fuente de inspiración de creaciones maestras, quedaría bastante empobrecida.

¿Es más grave en términos morales la violencia que puede derivar de razones estéticas y artísticas que la que dimana del placer ventral?, me lo pregunto después de leer un impresionante artículo de Albert Boadella (ABC 18-4-04) acusando de fariseos a quienes horrorizados por las crueldades taurinas piden que se cierren las plazas, y que no tienen empacho sin embargo en atragantarse de sabrosas butifarras catalanas. ¿Que requiere la elaboración de la cualidad de esta exquisita delicatessen mediterránea?, que dos millones de cerdos vivan toda su vida en apenas dos metros cuadrados, mientras intentan encumbrar constantemente su patas sobre unas rejas por las que fluyen sus excrementos, su único movimiento posible, se reduce a inclinar ligeramente la cabeza para comer pienso, ya que el transporte al matadero se efectúa en idénticas condiciones.

No solo los cerdos son brutalmente torturados para satisfacer el caprichoso paladar de los humanos, prácticamente no hay animal comestible que a fin de aumentar el apetito y el goce del comensal, no sea sometido sin que a nadie parezca importarle mucho, a una barroca diversidad de suplicios y atrocidades, desde el hígado artificialmente hinchado de las aves para producir el sedoso paté, hasta las langostas y los camarones que son echados vivos al agua hirviendo porque al parecer, el espasmo agónico final que experimentan achicharrándose condimenta su carne con un plus especial, y los cangrejos a los que se amputa una pata al nacer para que la otra se deforme y agigante y ofrezca más alimento al refinado degustador.


Qué decir de la caza y de la pesca, deportes tan extendidos como prestigiosos en los cinco continentes; es verdad que en los países anglosajones, hay periódicas campañas contra la caza del zorro, animal que es despanzurrado por millares en cada estación apenas se levanta la veda por el puro placer del cazador de matar a balazos un animal cuya carne no se va a comer y con cuya piel no se va a abrigar, pero también se cierto que si su reproducción no fuera de algún modo contenida dentro de ciertos límites, terminaría provocando verdaderas catástrofes ecológicas. Y en cuanto a la pesca, actividad que hasta ahora que yo sepa, con la sola excepción de la caza de ballenas, no ha movilizado en su contra a los militantes del frente de defensa animal ni a los pacifistas a ultranza. Recomiendo a los amantes de literatura sádica y sobre todo a los practicantes del sadismo, leer un artículo donde Luis María Ansón ("La pesca recreativa y las corridas de toros", "La Razón" 28-11-2004 ) describe los pormenores de la pesca del lucio en un río que caracolea entre las montañas suizas. Aunque es diferente, no corre la sangre, la operación es de un refinamiento en el ejercicio de la crueldad que pone los pelos de punta, sobre todo al final de la larga agonía cuando el pez, con el paladar ya destrozado por el anzuelo de triple punta, va muriendo asfixiado con los ojos saltados y atónitos entre coletazos que se apagan en cámara lenta.

Mal de muchos consuelo de tontos, no estoy tratando de demostrar nada con estos ejemplos que se podrían alargar hasta el infinito, sino diciendo que si se trata de poner un punto final a la violencia que los seres humanos infringen al mundo animal para alimentarse, vestirse, divertirse y gozar, ideal perfectamente legítimo, sin duda sano y generoso, ofrece tremebundas consecuencias, habrá que hacerlo de manera definitiva e integral, sin excepciones y a la vez sacrificando al mismo tiempo los toros y los zoológicos y por supuesto los placeres gastronómicos especialmente los carnívoros y las pieles, y todas las prendas de vestir y utensilios, objetos de cuero, piel y pelambreras y hasta las campañas de erradicación de ciertas especies, de insectos y alimañas. ¿Qué culpa puede tener el anopheles hembra de transmitir el paludismo, la rata la peste bubónica y el murciélago la rabia?, ¿se extermina acaso a los humanos portadores del sida, la sífilis o del contagioso catarro?, mejor que el mundo alcance esa utópica perfección en la que hombres y animales gozaran de los mismos derechos y privilegios, aunque claro está no de los mismos deberes, porque nadie hará entender a un tigre hambriento o a una serpiente malhumorada que se ha prohibido por la moral y por las leyes madrugarse a un bípedo o fulminarlo de un picotazo. Mientras no se materialice está utopía, seguiré defendiendo las corridas de toros por lo bellas y emocionantes que pueden ser, sin por supuesto, tratar de arrastrar a ellas a nadie que las rechace porque se aburre, o porque la violencia y la sangre que en ellas corre le repugna.

A mi me repugnan también pues soy una persona más bien pacífica, y creo que le ocurre a la inmensa mayoría de los aficionados, lo que nos conmueve y embeleza en una buena corrida, es justamente que la fascinante combinación de gracia y sabiduría, arrojo e inspiración de un torero y la bravura, nobleza y elegancia de un toro bravo, consiguen en una buena faena, en esa misteriosa complicidad que los encadena, eclipsar todo el dolor y el riesgo invertidos en ella, creando unas imágenes que participan al mismo tiempo de la integridad de la música y del movimiento de la danza, la plasticidad pictórica del arte y la profundidad efímera de un espectáculo teatral. Algo que tiene de rito e improvisación, y que se carga en un momento dado de religiosidad, de mito y de un simbolismo que representa la condición humana, ese misterio de que está hecha esta vida nuestra, que existe solo gracias a su contrapartida que es la muerte.

Las corridas de toros nos recuerdan dentro del hechizo en que nos sumen las buenas tardes, lo precaria que es la existencia y como gracias a esta frágil y perecedera naturaleza que es la suya, puede ser incomparablemente maravillosa.

martes, 7 de agosto de 2007

...y es de El Albero.

Esta es una noticia que nos llena de orgullo. No podemos dejarla pasar, así que la publicamos. ¡Un amigo nuestro, y miembro de El Albero, es noticia en Badajoz!

Se explica por sí sola. ¡Disfrútenla!

De Ecuador al coso pacense ( El Periódico Extremadura - 06/08/2007 )

domingo, 5 de agosto de 2007

5 de agosto

Esteban Ortiz Mena

Si uno lo recordara todo, mil veces el dolor nos impediría seguir adelante. Por ejemplo, si un bebé recordara los golpes que se busca en el intento, no caminaría jamás. Y desde ahí hasta la última borrachera, sobre todo la de algunitos que ya se vuelve recurrente, mil placeres no repetiríamos si recordáramos antes el dolor que puede causarnos.

Por eso los recuerdos que guardamos son los más especiales. Los recuerdos, no sé si les pasa, nos llenan de satisfacción. De recuerdos estamos hechos, los pasamos viviendo, pero siempre nos acordamos lo los que más satisfacciones nos traen. Inclusive, con el paso del tiempo, borramos lo negativo y exageramos lo positivo. Pero de eso se trata, de la satisfacción de haber vivido con intensidad. El recuerdo eriza la piel, ruboriza la cara, genera una expresión de picardía, los ojos se ponen brillantes, descubrimos el por qué de las ojeras profundas… Muchas veces queremos que se repitan, no siempre, por eso nuestras palpitaciones se aceleran, el dolor profundo se convierte en placer, los ojos se humedecen y cambian de parecer, el pecho se hincha, la boca hace un gesto que se llama sonrisa. Cuando recordamos, la vista se nubla… lo vuelves a sentir: la boca se vuelve agua pensando en el sabor que dejó un beso, un muletazo, una verónica. La sensación de estar puesto un vestido de torear. Lo que significa hacer un paseíllo. Ahí es cuando el estómago se vuelve cómplice: aletea. Y las manos, ansiosas, juegan el juego de recordar…

Cierras los ojos y vuelves a vivir lo vivido, como es lógico, con distinta intensidad. Pero el mismo escalofrío te recorre la piel. Una cosa hermosa es una alegría para siempre. Bueno, a veces es angustia, pocas, sonrisas eternas muchas, recuerdos recurrentes. Me lleno de nostalgia, la esperanza de volver a vivir… recordando.

Estoy algo confuso en mis descripciones, quizás como vienen los recuerdos. Hoy, justo hoy me acuerdo de una fecha: cinco de agosto de 1995. Un cartel de verano en la Plaza Quito; la nostalgia de que de eso ya son doce años. Ninguno fue torero, tres debutábamos en esa fecha. Uno del cartel llegó a mediocre matador de toros, el resto de los actuantes, con más sinceridad, lo intentamos. No lo logramos (estoy seguro que en lo más íntimo de cada uno está el haber intentado, jugándose las piernas). Tres debutábamos ese día: Ponce, Guzmán y Ortiz. En ese orden nos parieron, el día de nuestra antigüedad.

Quien sabe. La vida es caprichosa, pero si no hubiera sido así, quien sabe si la historia fuera otra y, para mala suerte de muchos, quizás no estuviera aquí escribiendo, menos siendo compañeros de aventuras taurinas.

Quería compartir el festejo que hacemos todos los años quienes celebramos esta fecha como la más especial de todas. Es una especie de cumpleaños taurino. Porque aunque no lo crean, todos los años (desde esa época) quienes toreamos lo volvemos a vivir.

Seguramente todos tenemos nuestras fechas, nuestros momentos. Por eso, aprovechando esta ocasión, festejemos cada uno su fecha íntima, acordémonos que sin ese momento, no seríamos nosotros. Porque de eso se trata.

Para los que alternamos ese día, un fuerte abrazo. A quienes leen esto, muchas gracias por ser cómplices de algo íntimo… 12 años después.

¡Feliz 5 de agosto! ¡Felices sueños!

miércoles, 1 de agosto de 2007

Amontonar derechazos

Alfonso Navalón

publicado en Tribuna de Salamanca 06/05/98


Antes los chavales que soñaban con ser toreros tenían espejos donde mirarse. Eran las grandes figuras y los viejos maestros que atesoraban todos los secretos de la torería y las técnicas del buen oficio.
Como las figuras de ahora no tienen torería y practican la profesión a destajo es muy difícil que los chavales aprendan el verdadero sentido del toreo. Curiosamente, de los toreros actuales sólo José Miguel Arroyo tuvo la suerte de estar al lado de un torero viejo que fue su profesor en la Escuela de Madrid.
Era Joselito de la Cal, antiguo novillero y luego formidable peón de brega con largo oficio que cuando ya no se daban más que verónicas, chicuelinas y gaoneras, resucitó toda la gran variedad del toreo de capa, sobre todo con las aportaciones de los mexicanos, desconocidas ya en España por la cantidad de años que no aparecen por nuestros ruedos los toreros aztecas.
Era Joselito de la Cal un verdadero estudioso del toro de lidia y en su condición de secretario de la Asociación de Ganaderías de Lidia publicó numerosos ensayos, certeramente ilustrados con dibujos. El viejo torero enseñó a Pepito Arroyo una gran variedad de quites. Gracias a él sorprendió a la afición de Madrid rompiendo la monotonía de los capotazos actuales y aunque el tal Arroyo los hace con muchas ventajas y recurre siempre a los más superficiales, ésta ha sido la base de los éxitos de la época en que llegó a figura. Porque ya veis en lo que se ha quedado. Hasta prohíbe que le televisen las corridas que tiene contratadas porque sabe que no está para que lo analice nadie.
El caso es que los jóvenes toreros van a los tentaderos a practicar derechazos y naturales. Y en cuanto la vaca no se presta a esa rutina ya no saben qué hacer con ella. Durante estos días he salido por esas plazas de tientas acompañando a un buen amigo de Zaragoza que traía a un novillero de finas maneras y buen sentido del toreo. Pero con la misma rutina de todos. Cuando se cansaba de dar derechazos empezaba a dar naturales y no había forma de sacarlo de ahí.
Las dos últimas tardes empecé a enfadarme: Mira chaval, el toreo es otra cosa. No es sólo una aburrida repetición del mismo pase porque por muy bien que los des el público acaba cansándose de ver siempre lo mismo. No había forma de sacarlo del paso. Le dije que una vez vi a Antonio Bienvenida en Madrid andarle por la cara a un manso de 'El Pizarral' y le cortó una oreja sin dar ni un natural ni un derechazo. Sencillamente porque el toro sólo tenía media arrancada y no se le podía embarcar en pases largos.
Pero no había forma. Traté de enseñarle los muletazos a dos manos por arriba. Los cambios, los ayudados por abajo y por arriba, las tres clases de molinetes, el natural, el invertido y a dos manos, los kikirikis, las giraldillas. Y así hasta veinte. Como no lo había hecho nunca, cada vez que lo intentaba lo cogía o salía trompicado.
La última tarde y en la última vaca fui mucho más tajante: Haz lo que quieras pero vas a torear sin dar ni un natural ni un derechazo. Y si no, lo dejas. Al cuarto pase ya estaba con la rutina. Lo mandé retirar y dejarle la vaca a otro muchacho. El apoderado no dijo nada pero me imagino que se enfadaría lo mismo que el chaval. A ver si para otra vez le sirve de lección. Aunque lo dudo.
Otro caso me ocurrió hace poco en mi propia ganadería. Un antiguo torero de Salamanca y gran amigo de la infancia me habló con ilusión de un chaval que está ayudando. Lo trajo a 'El Berrocal' y echamos un gran día de campo, asando carne y recordando viejos tiempos. A la hora del tentadero le tenía encerradas tres vacas. Después de verlo con la primera le dije al vaquero que soltara las otras dos.
El chaval se quedó sorprendido. El viejo torero lo entendió cuando le dije: No pierdas el tiempo. Este muchacho no tiene ninguna condición para llegar a nada. Es una pena estropear dos vacas más. Cuando tengas a uno que valga, lo traes. Y Antonio de Jesús me prometió que a pesar de su amistad con el padre del chaval, no perdería más tiempo con él.