miércoles, 30 de enero de 2008

"Cuando no se comparte una pasión, basta con abstenerse"/ Juan Fernando Iturralde



Por Juan Fernando Iturralde

"Cuando no se comparte una pasión, basta con abstenerse"… A propósito así era el título de un gran editorial publicado en el diario francés "Le Figaro" en el que, una firma independiente y neutral sale en defensa de las corridas de toros ante la oleada de ataques desatada este verano en Francia por diversos famosos, como el cantante Renaud y la actriz Brigitte Bardot, junto a Jean Claude Van Damm (el drogadicto más grande y pegón de reporteras en la vida real) que se muestran partidarios de su abolición (síntoma indudable de que la fiesta brava en Francia va viento en popa). El artículo es como para aplicarlo y calzarlo perfectamente en nuestro medio. El autor del editorial, Yves Thréard quien no es aficionado a los toros, asegura que "hay asuntos más importantes que debatir" y pide al Gobierno francés que "no ceda ante las vedetes que necesitan hacerse publicidad" y que pretenden hacer creer que la muerte de los toros en los ruedos "por el solo placer perverso de algunos aficionados les es insoportable". "Se puede ciertamente comprender", argumenta el editorialista, "que la tauromaquia no sea del gusto de todos; concebir que parezca cruel, reconocer que sea inútil. Pero, con ese razonamiento, cuántas actividades deberían ser proscritas, apartadas del alcance de los hombres. ¿Se prohíbe la Fórmula 1, mortal y jugoso espectáculo que se ofrece a los amantes de la velocidad? ¿Se indigna uno de que la caza todavía esté autorizada? No todas las pasiones son vicios. Cuando uno no las comparte, basta con abstenerse"...



Yo personalmente conozco a una activista antitaurina, pero apasionada por la pesca… ¿Qué diría ella de que se le prohiba realizar la actividad recreativa que más le gusta? El editorialista también asegura que los toros son "una tradición a la que no le falta majestad cuando el talento de los actores aparece. Es una práctica cultural anclada en no pocas regiones del planeta, que conviene respetar".




Con frecuencia quienes quieren su desaparición son curiosamente los mismos que se quejan de la uniformización y globalización del mundo y luchan por la persistencia de las identidades. “Su cruzada es tan ridícula como la violencia de sus declaraciones", añade. "Deseemos", concluye el editorial, "que la Unión Europea no aseste un día la estocada a la corrida. Y saquemos rápidamente el pañuelo blanco para que cese la bronca idiota que se agita en el calor del verano"… (Finalmente la fiesta brava salió ilesa con una abrumadora votación europarlamentaria que encontró importante que los pueblos mantengan sus identidades).




Por mi parte, pienso que discutir que las corridas de toros no son una manifestación cultural es querer tapar el sol con un dedo y creo que, en ese aspecto, es un debate ya superado.




Pero este no es un escrito para defender la tauromaquia ni mucho menos. Es una advertencia del surgimiento de la intolerancia en nuestro medio: estoy más que seguro que tras la protestas antitaurinas se camufla una reminiscencia fascista: prohibir lo que no entienden, insultar a otras actividades que no les gustan, atentar a la diversidad y distintivo cultural, etc. utilizando para ello las más perversas mentiras y echando mano de campañas de menos que medias verdades y las falsedades más absolutas, además con jugosos ingresos de ONG´s extranjeras que les financian como ya es muy bien conocido. Y, claro, para que el dinero llegue hacen que el escándalo sea tan alto y llegue a los medios, para decir que trabajan, aunque luego se compruebe que todo era una falsa alarma. Consideran asesinos, por ejemplo, a los pescadores artesnales de Puerto López o Salango, donde no les importó que podrían dejar a miles de hombres, mujeres y niños en la miseria y hambruna más grande. Una vez recogida la protesta en TV, radio y prensa, llega el cheque y todos felices por que “se ve que trabajan” y además, se acerca diciembre…






El insultar, vejar, humillar, censurar, prohibir, agredir a alguien por que tiene una ideología distinta, el odio irracional a un conglomerdo humano o una forma diferente de ver el mundo tiene un sólo nombre: fascismo.




Lastimosamente para los fascistas en general y los antitaurinos en particular, el mundo corre hacia una reafirmación de los conceptos de la democracia donde es vital este tema que tanto desconocen ellos y que es el derecho a la libertad de expresión cultural. Ese es el signo del S XXI. Y a medida que este concepto vaya calzando en nuevas generaciones, la tauromaquia y otras actividades ancestrales seguirán vivas, amén de alguna dictadura o algún despropósito fascistoide que logren temporalmente estos nuevos dueños de la única verdad que son los antitaurinos. La intolerancia es lo que ahora más enfrenta a los humanos y está en nuestras obligaciones principales y más acertadas educar a nuestros hijos para que aprendan a aceptar y respetar a los distintos conglomerados humanos con sus raíces, diferencias, historia, tradiciones y cosmovisión… Ese será un mundo mejor para nuestros hijos y no el que ellos quieren imponer.




Con su enfermiza animadversión y brutal ensañamiento dedicado a la fiesta brava, a sus actores y a sus aficionados y asistentes (esa es la conclusión que se saca cuando a uno le consta que entre los más asiduos activistas detractores de la tauromaquia se encuentran aficionados a la pesca, cazadores, entusiastas de las parrilladas, etc… curiosamente en estas actividades su “conciencia animalista” sufre un lapsus temporal) han llegado, cegados por este odio fascistoide, incluso a pedir audiencias en los colegios y escuelas. (!)




¿Qué le parecería a usted, padre o madre de familia, que en las escuelas se permita ingresar a estos grupos extremistas para vender, con mentiras y exageraciones, un odio a todo un colectivo humano, a sembrar entre los niños la intolerancia a diferentes manifestaciones culturales, a incentivar entre los niños y jóvenes el irrespeto a la diversidad cultural?... El director/a o rector/a de cualquier centro de educación que acepte esto, tal vez, de manera ingenua, no se da cuenta del peligro en el que está poniendo a su alumnado.




La intolerancia es producto de la ignorancia y se puede entender en algunas personas sin mayor soporte intelectual, pero hacer gala de ello, es algo execrable y que siempre el sentido común, la urbanidad y la historia han condenado. Al contrario, es conocido que entre los más asiduos aficionados a la tauromaquia es común encontrar gente ilustrada y con mucho fondo cultural, amén de que los más grandes intelectuales del habla hispana (y otros de diferentes lenguas) eran y son grandes entusiastas de las corridas pero, más importante que eso, defensores a ultranza de la diversidad de culturas y la libertad de expresión artística, como lo es, gracias a Dios, la gran mayoría de los habitntes de nuestros pueblos, independientemente de sus gustos y pareceres.




Puede haber gente que piense que una corrida de toros puede resultar arcaica y medieval. Yo contestaría que eso sería olvidarse que el expresionismo cultural y la identidad no conocen de tiempos, épocas eras y años: son un rasgo distintivo entre sociedades, etc. Y podríamos enfrascarnos en una enriquecedora conversación y discusión, siempre que exista el respeto que debe existir. Por el contrario el pretender imponer una tesis por la fuerza, las censuras, prohibiciones, persecuciones y mentalidades inquisidoras, esta absoluta minoría de “los antitodo”, eso sí que ya resulta arcaico, medieval e inaceptable actualmente. ¿A quién le declararán su guerra unilateral luego? ¿Contra quién volcarán después su odio y fascismo?, ¿Quiénes serán después el blanco de los insultos más procaces y rebuscados? ¿Los aficionados a la pesca recreativa? ¿Acaso los pescadores artesanales? ¿Los vendedores de hornado tal vez? ¿Los hijos de los faenadores del camal? Y llegando más lejos ¿Los guerreros Massai del Africa que luchan a muerte con un león como rito de iniciación guerrera como parte de su acervo cultural? ¿Los aficionados a las carreras equinas?... La verdad es que, cuando los “antitaurinos” hablan de “humanidad” se ponen en evidencia, pues no se necesita más de dos dedos de frente para darse cuenta que son precisamente ellos los que no tienen el humanismo suficiente como para aceptar el derecho de los hombres a una manifestación cultural y preferir, en vez de ello, la salud de un perro o una mosca… Y nuestros hijos pueden ser víctimas del odio, la irracionalidad, el irrespeto y el fascismo que esta gente trata de sembrar en ellos, con tanta furia, con tanto fanatismo y tan frenéticamente contra cualquier actividad cultural que no les parezca.




Es por este tipo de actitudes e irracionales campañas emprendidas sin estudios ni bases, a través de la sensiblería y el fanatismo, que el presidente y fundador de la mismísima “Greenpeace”, Björn Oekern, renunció en el 2004 al cargo de Director de Greenpeace International por estar en desacuerdo con las tácticas y métodos de la organización para recaudar fondos y para las causas que se emplean, acusándola en un caso en particular de que "nada del dinero recaudado fue usado por Greenpeace para protección del ambiente", pero además, y haciendo referencia a este tipo de movimientos emprendidos por las filiales que hoy nos ocupan, agregaba que consideraba que “Greenpeace se ha convertido en un grupo "eco-fascista” (Tomado del libro virtual “Mitos y Fraudes” escrito por varios autores para la Fundación Argentina de Ecología Científica FAEC, http://www.mitosyfraudes.org/).




La libertad de expresión cultural es actualmente la vela que puede y debe iluminar los oscuros caminos del S XXI y el conocimiento de la relación hombre / naturaleza depende completamente de ella. Y he sido testigo de que esta salvaje y fascista –aunque pobre en argumentos y razones- arremetida antitaurina decembrina, molesta e incomoda inclusive a mucha gente que disgusta de la corrida de toros, pero que ama el estado de derecho, las libertades del ser humano y comprende la necesidad de defender la libertad de expresión cultural en todos los pueblos y conglomerados humanos.




La pregunta que hay que hacerse es ¿Se debe consentir que los antitaurinos que se creen superiores al resto, dueños absolutos de la verdad, impongan su ideología y le insulten, agredan, censuren, prohiban culturas a otros por no pensar igual?... De esto siempre se alimentó el fascismo y en eso precisamente consiste.

sábado, 26 de enero de 2008

El temple en el toreo/ Gregorio Corrochano




Por Gregorio Corrochano
ABC, 6 de julio de 1954

El temple pone de acuerdo al movimiento del toro que embiste y el movimiento del hombre que torea. Se templa el instinto con el instinto; para torear hace falta temple. Temple en capote y muleta que se lleva al toro; temple en el brazo que torea; temple en el hombre que torea con el brazo; para torear hace falta ser muy templador. Acaso el temple no esté bien definido y pueda confundirse con la lentitud. El temple depende del toro, como todo lo que se hace en el toreo. Si no van de acuerdo el movimiento del toro y la mano del torero, no hay temple, aunque haya lentitud. Tanto se falsea el temple por torear rápido como por torear lento. Si se torea con rapidez, si se lleva el insturmento de toreo a más velocidad del temple del toro, éste puede perder o variar el objeto de su codicia, modificar la cometida, destormarse si iba toreado, y hasta rematar en el bulto. Lo menos que puede acontecer es que la suerte se malogre, no se remate y, por tanto, no se ligue el toreo. Si se torea con lentitud, si se lleva el instrumento de toreo a menos velocidad del temple del toro, éste derrota don de alcance el capote o la muleta, y allí termina la suerte, que no es donde debe terminar. Para torear hay que excitar –citar en su sitio- la codicia con la distancia, y acompasar el movimiento –acompañar- a la bravura y a los pies del toro, conservando las distancia para que no enganche. Ni con más rapidez ni con más lentitud: con temple. Que una vez podrá parecer rápido si es rápido el toro; y otra vez parecerá lento si el toro es lento, sin codicia, sin poder y sin ganas de pelea. Esto es el temple en el toreo.

Decíamos días pasados de la necesidad, la eficacia y el mérito de ligar las faenas, los pase de una faena. Para conseguirlo hay que torear con temple. La mayor parte de los enganchones y los desarmes son debidos a que por falta de temple, el toro derrota antes de terminar la suerte. Cuando la suerte no carga y se remata en su sitio, es inevitable que el torero se enmiende, y al enmendarse, los pases sueltos, no se ligan, porque cada pase es el comienzo de una faena que no se sigue, que se interrumpe, porque como no se lleva al toro toreado hasta donde debe ir, no derrota donde debe derrotar, y la faena se corta. Esas salidas jactanciosas de la cara del toro, mirando al tendido, son enmiendas para irse del toro, donde no se estaba muy tranquilo, y que el público aplaude porque hemos quedado en que le gustan mucho los retales. En el toreo como en el comercio se hacen verdaderas reputaciones y fortunas con los saldos. Además de todo lo apuntado, son causas de faenas atropelladas los defectos del temple. Cuando el torero es toreado por el toro, cuando no se acoplan, cuando no se entienden, es que tienen temple distinto. No desconocemos que hay toros difíciles de temple. Pero todo depende del temple del torero y del temple del hombre. Si queremos buscar un ejemplo que aclare las definiciones y conceptos tenemos que recurrir a Juan Belmonte. Toro el toreo de Belmonte está tejido con temple. No es que Belmonte inventara el temple (no habíamos llegado a la época de los inventos), es que lo practicó y prodigio con tantos toros, de una manera tan visible, que hizo posible hacer pasar toros que a otros no pasaban. Esto fue lo revolucionario de su toreo; el temple. Nada más. Pero éste nada más encierra mucho temple en la mano, mucho temple en el ánimo. Apuntarlo, toreros.

Todos los toros, por mansos que sean, ponen un empuje, una fuerza inicial en la arrancada. Aún por instinto, por defenderse, por quitarse el trapo con que le hostigan, todos los toros embisten algo. Lo difícil es aprovechar “ese algo”, esa pequeña cantidad de esfuerzo para dar el pase. La mayor parte de los toros que no pasan es porque en su débil acometida por falta de bravura o por falta de poder pierden el objeto por la violencia con que el lidiador les separa capote o muleta. Belmonte, con su temple, es el que evitó decir más veces a los críticos de su época: “el toro se queda y no pasa”. En si pasaba o no pasaba el toro se fijaban mucho aquellos críticos, porque esto es más importante que la inspiración. Aun en el toro que pasa hay matices. Toros que pasan con facilidad y toros que pasan obligados. Este toreo tiene más calidad, y más técnica, y más riesgo. No es lo mismo “pasar”, que “obligar a pasar”, que “ver pasar”. En lo primero hay imperativo, mando, que no debe confundirse con el contemplativo “ver pasar”, aunque acuse tranquilidad. El toreo tiene una finalidad (no nos cansaremos de repetirlo): dominar al toro, y al toro no se le domina nada más que cuando la muleta tiene el mando de la mano del torero. Con la muleta bien mandada se torea tan limpiamente que el toro va por donde quiere el torero. (Hago excepción del toro de sentido, que modifica la arrancada y sorprende. Pero si se ha visto el toro, debe estar prevenido y no hay excepción). Esos toros que después de muchos pases, algunos muy aplaudidos, llegan “crudos” al momento de la estocada, sin dominar, son los toros que no se han toreado bien, que no se les ha hecho faena, a pesar de los muchos pases, porque el matador, más atento a buscar oportunidad a la monserga de su invención, ha descuidado todas las normas del toreo y ni ha mandado, ni ha templado, ni ha ligado; con lo que queda dicho que no ha toreado. Advierto que no rechazo los adornos, la gracia espontánea de los adornos, con que se resuelve un movimiento inesperado del toro, porque esto es adorno de visión torera, recursos de buen gusto. Lo que rechazo es el adorno reiterado, insistente, porfiador, premeditado, como base y norma del toreo, que ya deja de ser adorno para ser un estilo de dudoso gusto.

Ya tenemos al toro igualado en el sitio donde “tiene la muerte”. Ahora me doy cuente de que como he puesto mi afición al día, tengo el estoque de madera. Voy a por el otro. Hagan ustedes y el toro el favor de esperar. No voy nada más que hasta la barrera. Vuelvo enseguida.

viernes, 25 de enero de 2008

Así hablaba Juan Belmonte/ José Bergamín


José Bergamín

Al hablar tenía Juan Belmonte un tartamudeo leve que daba a sus frases un sentido corto y ceñido, como si torease. Hablaba –dije alguna vez- por medias verónicas y recortes. Y hasta a veces, hablando, molineteaba. Yo no lo sabía cuando escribí mi Arte de birlibirloque, refiriéndome a sus pasos cortos para acercarse al toro, que había “inventado un modo tartamudo de torear, como Azorín de escribir”. Su modo de expresarse en el toreo, ciñéndose a su sentimiento propio, en una palabra, su estilo, era éste, que podía parecernos cortado o entrecortado por la emoción. El definió admirablemente este estilo suyo personalísimo.

“Para mí” –no dice Belmonte en el admirable relato que nos hizo de su vida torera, y con extraordinaria fidelidad transcribió su “evangelista” Chávez Nogales – aparta de las cuestiones técnicas, lo más importante en la lidia, sea cuales sean los términos en que ésta se plantee, es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo. El estilo es también el torero. Se torea como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de la lidia: que el torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte, el suyo peculiar, por ínfimo o humilde que sea, le hace sentir el aletazo de la Divinidad”.

Ese estado de posesión divina –o diablólica- (el aletazo del espíritu), al que Unamuno habría calificado de energuménico (como el que él mismo sentía a veces al escribir, según me contaba en una carta), también lo sentían, a su modo, el fraternal rival de Juan, Joselito, y su hermano Rafael, el Gallo. Y creo que los siente todo torero cuando de verdad siente el torero y no lo simula o traiciona, al falsificarlo, componiéndolo en su figura como un actor o histrión, cosa harto frecuente. El “se torea como se es” que nos dijo Belmonte: esa autenticidad del ser torero y de expresarlo, de decirlo con sinceridad al torear, al hacer el toreo, muy pocos toreros lo han alcanzado. Y entre esos pocos, tal vez ninguno como Belmonte y Joselito. Y, claro es, Rafael, el Gallo.

Nos dice Belmonte (lo he subrayado antes) que lo que importa en el toreo es que la íntima emoción del toreo traspase el juego de la lidia. Y esto lo vimos nosotros muchas veces viendo torear a estos tres toreros. En Rafael, el Gallo, aquel “saltársele las lágrimas a cada pase que daba”, como él decía después de una de sus mejores faenas: la que hizo en Madrid a un toro de Aleas el 15 de Mayo de 1912, sino me equivoco. En Joselito y Belmonte aquella “sonrisa de beatitud”, que decía este último, con que se expresaba esa “plenitud espiritual”, ese estado de posesión –divino o diabólico- esa “borrachera o entusiasmo que da el toreo, como decía Joselito, que traspasa de emoción torera el juego todo de la lidia”; y que es emoción mágica; que no hay que confundir con la otra: con la turbia emoción física que puede producir el riesgo mortal de ser cogido por el toro que corre el torero, y que éste explota, provocándolo en el público expresamente para hacerse aplaudir de ese modo; lo que es, como dijimos tantas veces, una especie de pornografía de la muerte que desvía y niega el juego vivo, el arte de torear.

Todos los toreros caen alguna vez en ese recurso, generalmente fácil, de emocionar o asustar al público, para escamotearle el toreo. Pero hay quienes a esa trampa o truco se dedican enteramente, para mentir el toreo mismo, simulándolo en provecho propio; porque son incapaces de torear bien y de verdad. Volvamos a escuchar lo que decía Juan Belmonte en relación con esto. Hablaba con el escritor López Pinillos (“Parmeno”), quien nos dejó recogidas estas palabras suyas admirablemente (como otras de Joselito y el Gallo, y de algunos toreros más) allá por la gran época de estos toreros, hacia el año de 1917, en un libro titulado “Lo que confiesan los toreros”. Requiere el escritor a Belmonte diciéndole: “Hable un poco de su toreo, Juan”… Y este le contesta: “¡Si no sé! Palabra. Yo no sé las reglas, ni creo en las reglas. Yo siento el toreo, y sin fijarme en reglas, lo ejecuto a mi modo” (Soy yo quien subraya).”Eso de los terrenos, el del bicho y el del hombre, me parece una papa. Si el matador domina al toro, todo el terreno es del matador. Y si el toro domina al matador, todo el terreno es del toro. Esa es la fija”. Y si la estética del romanticismo en el toreo, diríamos nosotros. Y añadía Belmonte: “Y lo de templar, mandar, parar y recoger… (advierta el buen aficionado esto de recoger), depende de los nervios del tocador y de la madera de la guitarra”. (Subrayo yo siempre). “Y de cuando en cuando –añade Belmonte-, el toque no le disgusta a uno y no entusiasma al público”. (“Yo soy el que sabe cuando toreo bien” –decía Manolete-. Y el toro, añadiríamos, pero el toro no puede decirlo). Nos sigue hablando Belmonte: “de los olés y aplausos que saca” el torero, “si se arrodilla”, por ejemplo –o si junta los pies, diríamos nosotros (“Cuando quiero engañar al público –le oímos una vez decir al magistral torero mexicano Armillita-, junto los pies”). Y explica Belmonte “que siempre se arrodilla uno porque la guitarra no le deja tocar bien”. Porque no le deja torear bien el toro.

Así hablaba Juan Belmonte. Para quien el estilo era sentimiento. Como para Joselito era inteligencia, gracia, don que cada uno trae a este mundo del toreo, en el que todo lo demás se aprende. Y como para Rafael el Gallo era estética, sensibilidad. Por eso afirmaba Belmonte, toreando, las espiritualidad del toreo. Afirmaba siempre el toreo como arte y juego “de ejercicio espiritual”. A un joven aprendiz de torero que le preguntaba poco tiempo antes de su fin (estoico fin consecuente con su vida entera) lo que tenía que hacer para torear bien, le aconsejaba: “Si quieres torear bien, olvídate que tienes cuerpo”.

Así hablaba, como toreaba, como vivía, como sentía y pensaba, este excepcionalísimo, extraordinario torero –y andaluz y español- que fue Juan Belmonte. Al que diríamos, por tan raro, tan único, tan excepcional en España, torero andaluz y español –como cristiano Kierkegaard- por contradicción, por contrariedad. Como es español Don Quijote.



NdE: La foto que ilustra este precioso escrito de José Bergamín es una foto de revista antigua que encontré en http://www.ojodigital.com/. Fue un banquete en honor al ya famosísimo novillero Juan Belmonte en julio de 1913, en un restaurante del Retiro madrileño. Estuvo promovido por Valle Inclán, J.Romero de Torres, los escultores Julio Antonio y Sebastian Miranda. A el asistieron celebridades como Ramón Perez de Ayala, Manuel Machado, Gerardo Diego, los hermanos Quintero, Luis de Tapia el poeta festivo, Repide escritor costumbrista, Benavente, Natalio Rivas Fcº Gomez Hidalgo escritor y cineasta, Ricardo Marín dibujante... y otros como Enrique de Mesa, Fernando Gillis, Arión, el marqués de Orovio, el ganadero conde de la Maza... y se acercaron a saludar Romanones.. y Santiago Alba.

martes, 22 de enero de 2008

El Matador/ Carmen Kingman


Carmen Kingman

En estas épocas en las que la fiesta acapara nuestro sistema límbico, en las que un abrazo puede ayudarnos a avanzar o quebrarnos fatídicamente, en donde las ausencias están más presentes que nunca y las coincidencias conspiran con nuestro hipersensible costado izquierdo.

Abrumada por todo lo que representa el toreo, por lo que se escribe en El Albero, en estos días de frío invierno (inicios de diciembre 2007 ), sintiendo el calor del diálogo sobre las corridas de toros junto a la chimenea, del que hace referencia uno de los artículos , o contagiada por la fuerza y defensa de hechos culturales, por parte del actor Francisco Aguirre, los que, según su criterio no pueden ser tratados como eventualidades o hechos aislados de nuestra historia pluricultural, e intentar desecharlos bajo una concepción simplista y subjetiva, o el comentario de la niña Sara Lucía Aulestia quien hace una analogía con el arte de Stornaiolo que también a muchos incomoda., nos sigue confirmando (entre otras cosas) que el toreo es un arte: “una danza con la muerte”.

Al inicio del escrito me referí a las coincidencias que nos sorprenden en estas fiestas (o cuando nos encontramos más sensibles): En uno de los paseos que acostumbro dar al pie del Ilaló, fui a visitar el taller de un pintor que vive en la Zona del Valle de los Chillos y de sus obras la que más me llamó la atención fue el óleo en el que se encuentra retratado un hombre recostado sobre un sillón y junto a él le acompaña una mujer (su madre). Lo que más asombró de la obra es que representa a un hombre que se llamaba así mismo El Matador y que así lo conocían por los alrededores del Valle.

Pero esta historia encerraba un drama: El matador era un joven de 22 años que amaba los toros y siempre se presentaba a torear en las corridas de toros de pueblo. Mientras no practicaba el toreo, tenía la costumbre de hacer bromas a los pobladores del pequeño pueblo en el que vivía. La idiosincrasia del pueblo era la de no aceptar lo que es diferente. El Matador inquietaba a los habitantes con sus continuas bromas o actitudes; por eso, un día decidieron acabar con su vida.

He preguntado que aspecto tenía el matador y todos coinciden en que era un joven muy alto, blanco y de rasgos finos. “Era un joven indefenso, como una avecita, pero no le supieron comprender”

Como trabajo como directora del Centro Cultural Ilaló, que está ubicado en el barrio El Tingo organicé una exposición en la que se encuentra la obra que me llamó la atención, con la finalidad de que más gente la vea, para que al fin tenga, El Matador, momentos de sosiego en el lugar que le corresponde: su refugio cultural.

A continuación transcribo fragmentos de un poema del poeta español Federico García Lorca y la relaciono con la muerte de este hombre anónimo y su misterio:

Muerte de Antoñito El Camborio

Voces de muerte sonaron
cerca de Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos jabonados de delfín.
Baño con sangre enemiga
su corbata carmesí,
pero eran cuatro puñales
y tuvo que sucumbir.
Cuando las estrellas clavan
rejones al agua gris,
cuando los erales sueñan
verónicas de alhelí,
voces de muerte sonaron
cerca de Guadalquivir.
……………………..

Tres golpes de sangre tuvo,
y se murió de perfil.
Viva moneda que nunca
se volverá a repetir.
Un ángel marchoso pone su cabeza en un cojín.
Otros de rubor cansado.
encendieron un candil.
Y cuando los cuatro primos
llegan a Benamejí,
voces de muerte cesaron
cerca de Guadalquivir

……………………..

Antonio Torres Heredia
hijo y nieto de Camborios
con una vara de mimbre
va a Sevilla a ver los toros.
Moreno de verde luna,
anda despacio y garboso,.
Sus empavonados bucles
le brillan entre los ojos.
A la mitad del camino
cortó limones redondos,
y los fue tirando al agua
hasta que la puso de oro

sábado, 19 de enero de 2008

La universalidad cultural de la corrida de toros o de Ginebra a El Puerto de Santa María



Por Araceli Guillaume- Alonso
Profesora de la Universidad de la Sorbona (París)

6toros6/ No. 579/ 2 de agosto de 2005

La corrida de toros ocupa un espacio aparte, tanto en los países taurinos, como en los que no lo son, tanto por la adhesión como por el rechazo que produce. Sí se trata pues de subrayar aquí la universalidad cultural de la corrida de toros de muerte por contraposición a los otros modos y modas taurinas, más o menos locales, regionales u ocasionales. Espectáculo fuertemente ritualizado pero en modo alguno estático, la corrida de toros es el resultante de cinco siglos de depuración de las formas, de afianzamiento del concepto sacrificial del toro –que no estaba inscrito en los orígenes- y de adaptación a los cambios sociales y mentales de su país fundacional que es España. Optar definitivamente por el redondel, dividir el tiempo de la faena en tres tercios fueron fruto de la racionalización del Siglo de las Luces. Dividir el espacio en otros tantos, fijar el número de diestros en tres y el de toros en un múltiplo de tres, depurar el espectáculo de interferencias diversas, requirieron más de un siglo más. Adoptar el peto, en el primer cuarto del siglo XX fue al mismo tiempo adaptarse a una sensibilidad distinta y centrar la faena en el toreo a pie. La revolución belmontina y la evolución posterior confirmaron lo que se venía intuyendo: la preponderancia de los engaños en la nueva faena y en particular de la muleta, que sin bien distorisionaba los tres tercios en su duración, daba mayor peso al más creativo de ellos sin quitarle importancia a la suerte suprema. Y los toros se seleccionaron cada vez más acorde a lo que requería el toreo que el público prefería o exigía.

Hubo otros cambios y evoluciones, unos esenciales como la edad y el peso reglamentarios del toro que condicionaron la mantera de torear, otros más anecdóticos y funcionales como la adopción definitiva del estoque simulado durante la faena de muleta. Pero los más profundos son los que se van produciendo en la manera misma de torear, en la conjunción entre el hombre y el toro hasta el punto de que el tiempo se queda estrecho cuando una faena de muleta nos hace perder justamente el sentido del tiempo. Malditos avisos en algunos casos, cuando lo que está en juego no es la pericia del matador sino el éxtasis de la faena. Porque precisamente en los momentos sublimes el temor al aviso puede coartar la creatividad del torero o la receptividad del espectador reglamentista, que los hay en proporción inversa a la sensibilidad de la plaza. De hecho, lo de la manera de contar el tiempo en los avisos sería lo próximo que debiera cambiar, contando a la americana.

Volviendo a lo nuestro. El concepto de creatividad me parece ser el que mejor define la diferencia esencial entre las corridas de toros y las otras modalidades taurinas, espectaculares o participativas u ambas cosas.

Pongamos un ejemplo concreto: el domingo 24 de julio de 2005, plaza de El Puerto de Santa María, toros de Nuñez del Cuvillo para Enrique Ponce, Morante de la Puebla y José María Manzanarez (hijo) –no especificarlo es impensable para mí-. Tres toreros. tres toreros. Nada, ni en el vestido de torear siquiera, se parecía. Los dos más veteranos estuvieron mejor, también el más joven se llevó el peor lote. Pero no viene al caso aquí, lo extraordinario era la variedad de estilos, de concepto. Y como espectadores excepcionales en una plaza casi repleta, otra terna, tres mujeres jóvenes llegadas de Ginebra, la calvinista y cosmopolita ciudad suiza. Tres amitas nuestras, rayando en los treinta, atractivas, independientes, cultas. Una, Ariane, francesa, abogada afincada en Ginebra donde ejerce desde hace dos años en un bufete internacional ya había visto un par de corridas de toros en El Puerto con nosotros el año pasado. Nada la predisponía a ello. Del norte de Francia, estudió alemán e inglés en el colegio y ha pasado la mayoría de sus vacaciones en Italia, Grecia o la campiña francesa. Su adhesión fue inmediata y el deseo de entender imperativo. Las otras dos, ejecutivas en sendas multinacionales, son suizas de nacimiento, una, María José, de abuelos y padres republicanos de la diáspora de la posguerra y la otra, Alexandra, mitad húngara, mitad italiana vivió algunos años en Venezuela. Ninguna de las dos había visto una corrida de toros en su vida aunque la madre granadina había hablado de toros diciéndole que ella hoy no podría volver como de joven, que su sensibilidad no lo soportaría. Ambas habían intentado enterarse de cómo funcionaba esto de la corrida de toros y asistieron con amplitud de miras y espíritu analítico. Recoger las primeras impresiones de la primera vez de alguien a la salida de los toros es, como dice mi amigo José Miguel Ibernia, algo apasionante. Yo les pedía los dos noveles un adjetivo y ambas respondieron “fascinante”. También añadieron que se temían lo pero desde el punto de vista de su propia sensibilidad frente al animal o la sangre y que en el fondo no les impactó tanto por la fascinación global que les produjo el espectáculo, variado, impresionante.

Claro que las cinco verónicas de Morante (porque fueron cinco me parece a mí, o sería por lo que duraron) y la inspirada faena de Ponce y el indulto del bravo toro de Núñez del Cuvillo y todo lo demás no es algo que se encuentre todas las tardes, pero justamente, el interés de la corrida de toros es su carácter imprevisible. Y con nuestras tres amigas repasamos cada detalle de la tarde. Y la conclusión siempre es la misma: los toros son cultura en sí, en todos los sentidos de la palabra, como lo es la ópera o el jazz o el flamenco. Como ya dijo Antonio Caballero: está muy bien que Goya o Picasso pintaran toros, es estupendo sobre todo para la historia de la pintura, pero no se necesita a ningún artista de artes plásticas ni a ningún poeta para legitimar la dimensión cultural de la fiesta de los toros. Cultura en todos los sentidos. Si se habla de cultura del vino o cultura del atún en términos antropológicos, es lógico hablar de la cultura del toro. Pero si de lo que hablamos es de la corrida de toros, podemos utilizar el término en ese sentido más restringido que es el de un saber y una creatividad que rebasaban las fronteras originales para alcanzar una dimensión universal. Naturalmente, universalidad no implica facilidad de acceso. No se necesita ser afro-americano para entender jazz ni gitano para saber de flamenco o apreciarlo, ni por el hecho de serlo se tiene la ciencia infusa. Hoy, hay una minoría de extranjeros que sabe más de toros que muchos españoles, aunque hay todavía más españoles que extranjeros que saben de toros y que van a los toros.

Si la corrida de toros es algo tan compleja y tan profunda por el misterio de vida y muerte que encierra, lo es también por los niveles de lectura que propone. Le pasa como al Quijote, libro de entretenimiento y obra maestra universal.

La reaparición del más grande...

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jueves, 17 de enero de 2008

Un patrimonio cultural de la humanidad: la tauromaquia o el arte de esculpir el tiempo/ Francis Zumbiehl

Por Francis Zumbiehl

6toros6/ No. 573/ 21 de junio de 2005

Para determinar en qué medida la fiesta de los toros pertenecen al mundo de la cultura, y no a una realidad simplemente violenta y cruel, arranquemos con una evidencia: la Tauromaquia es una puesta en escena de la muerte, desde luego no con el sadismo que denuncian los antintaurinos, sino en el mero sentido de una representación. Como la tragedia griega, la ópera italiana y la Semana Santa andaluza, la corrida arroja una luz cruda sobre el dolor, la sangre y la muerte para enseguida transfigurarlos por una catarsis artística peculiar. La belleza majestuosa del toreo hace la muerte aceptable, o mejor dicho, hace nacer la ilusión de que la muerte, se deja seducir y amaestrar por el arte. En este sentido, no hay nada menos “realista” que el toreo, porque todas sus expresiones responden a una exigencia absoluta de estética, y porque en sus mejores momentos nos deja pensar que la fatalidad y el miedo han perdido la partida, nos permite saborear un perfume de resurrección.

Por otra parte, la tauromaquia es un ritual con una escenografía rigurosa: los tres tercios equivalentes a los actos de una tragedia, la división del espacio (medios, tercio y tablas) y el repertorio de las suertes –de alguna manera unas figuras obligadas- sin olvidar los “cánones”: parar, templar y mandar. Sin embargo, este marco un tanto rígido no tiene otro objeto que el de escenificar la fragilidad, lo imprevisible, que constituyen el trasfondo de la función. El público está llamado a juzgar en el acto los logros y fracasos de los protagonistas. Como en la ópera, lo hace utilizando toda la escala de las manifestaciones, incluyendo los pitos y la bronca. Del mismo modo que el coro en la tragedia griega, el público en los toros no es un protagonista –ni debe serlo-, pero con sus reacciones subraya el color de ese momento único e irrepetible que se acaba de producir. Y hablo de coro porque la emoción compartida despierta una auténtica comunión que cuaja en el famoso “¡olé!” que miles de voces, sin haberse consultado, pronuncian en el mismo segundo ante la evidencia de algo bello o valioso. Es la unanimidad del entusiasmo que jamás se equivoca.

Arquitectura en movimiento

La reminiscencia platónica juega un papel central en la valoración de una tarde de toros. En efecto, hoy en día, más que nunca, la belleza del toreo exige la ligazón. El impacto emocional de un pase es aún mayor cuando se apoya en el recuerdo del pase anterior con el cual viene encadenado. La arquitectura en movimiento, edificándose de forma instantánea sobre la arena, da la impresión de que quiere elevarse gradualmente hacia una cumbre modélica que es como la coronación del conjunto, pero que se sitúa siempre más allá del presente, en un pasado mítico o en un porvenir hipotético. De ahí los dos sentimientos más constantes en un público de toros: la esperanza y la desilusión. Para evitar esta última, “antes que la faena marchite” –según la expresión acertada de Michel Leiris- el torero debe demostrar su agudo sentido de la medida, rematando a tiempo la serie. De lo contrario caería en el pecado mortal de “pasarse de faena”. En ese remate es la firma (como sabemos existe un pase del mismo nombre) que corresponde a la expresión tan genuinamente taurina: “¡Ahí queda eso!”, haciendo entrar la belleza recién acabada en la realidad sublimada del recuerdo.

La estética de un pase aislado se aprecia también por referencia a todos los pases de la misma índole embellecidos por la memoria. La memoria, en efecto, es tan fundamental en el mundo de los toros que sin ella no se pueden entender los ritos sociales que son como la antesala o el epílogo de la Fiesta. Me refiero a las innumerables charlas y tertulias que se celebran en peñas y bares. Detrás de las superficialidad aparente de estos coloquios se esconde el afán desesperado de luchar contra el olvido. Cada aficionado compara sus recuerdos con los del vecino para forjarse su propio tesauro de momentos cumbres y evitar que con el tiempo, como granitos de arena, escapen de los dedos de su conciencia.

Como se ha dicho de sobra, la corrida española es la expresión viva del mito de Teseo y del Minotauro, pero en su significado más hondo, la bajada a los infiernos. En la tauromaquia postbelmontina, la esencia del gesto torero consiste en hundirse en el reino de las sombras, de la animalidad y del mayor peligro. Hoy en día se torea bajando lo mano en lo posible, y acompañando al toro en la bajada, aunque sea con la mirada y con el movimiento de la cabeza si el cuerpo se mantiene erguido. Con la ligazón y con el temple, una tanda de muletazos se convierte en una larga travesía durante la cual el hombre va unido a la bestia, estando casi tanto en su poder como ella en el suyo, antes de emerger a la luz en el último momento con el pase de pecho o cualquier remate de filigrana. Esa luz cobra una intensidad especial por el hecho de haber atravesado la oscuridad. El torero triunfa plenamente en la medida en que ha sabido hundirse en los pases, asomarse al balcón en las banderillas, cruzarse con el toro en la muleta y dejarse ver en la suerte suprema.

Hemos dicho al principio que el arte del toreo despierta la ilusión de que la muerte se deja convencer, sino vencer del todo. Aquí no se viene a ver morir a un animal individual, lo que desde luego sería un acto de crueldad y de puro vouyerismo; se viene a ver una ceremonia en la cual la muerte del toro tiene un papel central (sin olvidar que ella representa también la nuestra, la de todos los mortales), pero cuyo fundamento al fin y al cabo es la comunión entre la vida y la muerte, la celebración de esta pareja esencial que abarca toda existencia. Ahora bien, todo es vital y mortal al mismo tiempo en la corrida, empezando por el toreo. La conciencia que tienen el torero y el aficionado de este arte singular está centrada en la evidencia de su realidad frágil y efímera, en el momento mismo en que intenta crear la ilusión de una eternidad no permanente. Ahí la clave es el temple, cuyo fin es alargar y lentificar un pase: en otras palabras, diferir la muerte inapelable de su belleza. El torero esculpe el tiempo como si pudiera adueñarse de él, pero sabiendo que es imposible pararlo. Cada segundo templado de toreo está envuelto por “esa muerte perezosa y larga”, tan bella como una nota musical en suspenso, última vibración del cante antes del definitivo silencio.

¿Y vamos a dejar que una de las expresiones más genuinas de la cultura y de la sensibilidad latinas, que comparten pueblos que se sitúan en las dos riberas del Atlántico, que forma parte, sin lugar a dudas, de lo que la UNESCO considera como patrimonio inmaterial, desaparezca de nuestro mapa y de nuestra conciencia?

miércoles, 9 de enero de 2008

La música callada del toreo (y II)/ Jose Bergamin


II


En su Tauromaquia o Principios fundamentales del toreo, pide Pepe Hillo a los espectadores de la corrida que guarden silencio para no distraer al toro ni al torero, entorpeciendo la ejecución de las suertes. Suponemos que ese silencio que pedía Pepe Hillo no debió de guardarse enteramente nunca. Pero sí sabemos que el ruido de voces y griterío, que interrumpe constantemente el espectáculo taurino, no era tanto, ni muchísimo menos, antes como ahora.


Más de medio siglo llevo viendo corridas de toros y recuerdo mejor ahora es que la intervención de los espectadores con improperios y denuestos si no les gustaba lo que veían o con oles y palmas si les entusiasmaba, era mucho más oportuna y adecuada su causa.
Otra cosa que también recuerdo es que nunca en las plazas principales –en Madrid, jamás- pedía y obtenía el público que se acompañase la faena de muleta con música. Los alegres o tristes sones de los pasodobles toreros acompañaban únicamente el paseíllo o los intermedios y el arrastre del toro por las mulillas.

Y es que el espectáculo del toreo tienen su música propia, su música callada, su música para los ojos. Los que mejor han comprendido esto han sido los toreros gitanos. Recuerdo a los Gallo, a Gitanillo, a Cagancho… Porque el ritmo de su toreo personalísimo tolera menos cualquier otro ritmo musical que lo desvíe o el ruido que lo distraiga. Claro es que cuando el torero, sin ser gitano, llega a esa profundidad y transparencia al hacer y al decir el toreo con tan puro estilo, tiene, como el gitano, esa sensibilidad extremada que le exige su arte. Me basta recordar a Antonio Fuentes y a Juan Belmonte.

Dos veces he visto torear en la pequeña plaza de Vista Alegre de Carabanchel –antes pueblerina, ahora la verdaderamente madrileña frente a la desproporcionada y de tan feísima arquitectura de la de Ventas- al que es, para mi gusto, extraordinario torero gitanísimo Rafael de Paula. En las dos le he visto hacer y decir el toreo admirablemente, con una finura y profundidad de estilo incomparables. En las dos tardes pidió el torero que no toase la banda de música mientras él toreaba. Recuerdo que en aquella primera tarde en que le vi torear tan bien que aún perdura en mi memoria la imagen vivísima de su faena de muleta, creo que a su segundo toro, fue la melancólica tarde otoñal en que se despidió del toreo en los ruedos para siempre Antonio Bienvenida; quien hizo el paseíllo con el capotillo negro de José sobre el granate y oro de su traje luminosísimo. Le llamé por teléfono aquella noche para felicitarle por su retirada, y apenas me dejó hablar, interrumpiéndome para decirme con entusiasmo: “¿Has viso qué faena la del gitano?”. Vi aquélla y he visto éstas de la otra tarde en Vista Alegre. Y aún diré que las sigo viendo, porque las sigo oyendo, que es verlas por mirarlas en esa música callada e imborrable que es el toreo mismo. El “ahí queda eso” del toreo, como del baile y cante flamencos, gitanos o no, cuando alcanza por los ojos para los oídos, y viceversa, a quedarse quietos, extasiados, inmortalizados en su efímera aparición imperecedera. Pienso en la guitarra de Diego del Gastor, y tantos otros; en la voz de Pasotra y Manuel Torre, y tantos más; en el baile de la Borrul, la Durán, Escudero, la Mercé, la Imperio… etc., etc. “Ahí quedó eso” ¿Pues en dónde quedó sino en nuestro recuerdo vivo, que es personal e intransferible? Todo lo demás fue ruido.

Yo diría que el sentimiento del toreo (sin el cual el toreo no es nada, ni para el que lo hace ni para el que lo ve; cosa que tan bien supieron y dijeron Rafael el Gallo, Joselito y Belmonte) sin ese sentimiento que decimos, sobre el que toda explicación es vana, como lo es para todo arte vivo o creador (poético en definitiva), no veríamos en el toreo esa callada música, que es su alma propia, su definición y su estilo. Por eso otras veces encontrábamos en los grandes toreros que vimos adecuada comparación con grandes poetas y nombrábamos a Rafael el Gallo y a José y a Belmonte, poniéndoles al lado, para compararlos, a Góngora, a Lope, a Calderón o Quevedo o Cervantes. Y llamábamos a Rafael el Gallo, Góngora del toreo; y a Joselito, Lope; y a Juan Belmonte, Caldrón o Quevedo y hasta Cervantes. También, y para entenderlos mejor (o sea, sentir su toreo mejor), solíamos decir que, en la mayoría de los casos, Joselito toreaba en verso, o que su maravilloso toreo era lírico, o que su maravilloso toreo era lírico; y que Belmonte toreaba era lírico; y que Belmonte toreaba en prosa (siempre poesía) y, por eso, dramático.
Todo esto diréis que son figuraciones mías, imaginaciones irreales. Pues ¿qué hay en el toreo, cuando es arte, que no lo sea? En el mundo imaginario, irreal, ilusorio, del toreo, como en el de todo arte vivo, creador (poético); como en el baile y el cante que también lo son. Si esto no fuera así, el arte y juego y fiesta del toreo no sería más que una bárbara y ritual matanza: como para muchos, muchísimos que quieren entender o comprender sin sentirlo, lo es. Y algunos se complacen con ello como si lo fuera.

Esta callada música del toreo puede, a veces, tener apoyo y estímulo en los oles y las palmas. Y así lo veíamos en el gitano Rafael de Paula que se apoyaba y se crecía en su toreo finísimo y profundo al oír el palmoteo de los suyos, que no era de otra música que le estorbase, sino de la de su toreo mismo, a tono con él. “Música es cuanto hace consonancia”, nos dijo Calderón. La callada música de su torear consonaba con aquellas palmas, afianzándose mas con ellas.
No vimos, ¡ay!, torear a Curro Romero en esta feria sevillana (“yo no lo vi, pero me lo figuro”). Me figuro que allí quedó también para siempre, para quienes lo vieron, la música callada de su toreo admirabilísimo. Esa música que “en el aire se aposenta”, como diría Lope. Y en la luz.

La música callada del toreo (I)/ Jose Bergamin

I

El arte mágico y prodigioso de torear tiene también su música (por dentro y por fuera) y es lo mejor que tiene. Música para los ojos del alma y para el oído del corazón: que es el tercer oído del que nos habló Nietzsche: el que escucha las armonías superiores.

Con el tercer oído (que decimos del corazón) es con el que escuchaba Carlyle su propio pensamiento cuando decía que “el pensamiento más profundo canta”. Nos parece que es esa música, ese canto, el que oímos cuando escuchamos atentamente el toreo para verlo mejor. “Oír con los ojos, ver con los oídos”, nos aconseja la Santa Escritura. Ver cómo se queda, se aposenta la música en el aire, cómo se oye su luz en el corazón.

Creo que ha sido el toreo de Rafael de Paula el primero que le ha llamado en lenguaje taurino al sentimiento del toreo, pensamiento; y pensamiento tan profundo que es canto y cante; que es musical. Música que “en el aire se aposenta”, nos dice Lope (“la música en el aire se aposenta”, reza en su verso el torerísimo poeta). Música callada, sonora soledad.

Para el vasco Unamuno, el pensamiento es el que crea el sentimiento: y no al revés, como pensaba Goethe. “Los sentimientos son pensamientos en conmoción”. El dolorido sentir de Gracilazo, ¿qué otra cosa puede ser sino pensamiento conmovido? El toreo lo es. Pero no siempre necesariamente dolorido. Aunque siempre nos conmueva por serlo. Pienso ahora, evoco, recuerdo, el toreo de Rafael el Gallo, el de su hermano Joselito, el de Belmonte… que nos hablaron de su “sentimiento del toreo”, dolorido y gozoso a la vez. Y la música callada de aquel toreo suyo nos renace a los ojos del alma y al oído del corazón como si la estuviéramos mirando y escuchando de nuevo cuando la evocamos. Como si se hubiera aposentado y quedado en el alma, en el aire, en el tiempo, para siempre. La vemos, la oímos todavía. Y es porque la sentimos aún al evocarla porque nos conmueve su pensamiento; porque nos sigue conmoviendo el pensarlo.

Muchas veces, cuando vemos torear por vez primera a un torero que con su toreo nos conmueve, como otros que vimos antes, porque llega a esas alturas sublimes de su arte que aquéllos alcanzaron, pensamos en aquellos otros. Y no porque se les parezcan o asemejen, no, sino porque han llegado a esas cumbres del arte mágico y prodigioso de torear. Porque son originales y no novedosos, como dijo Machado de los escritores, de los poetas. Y en todas las artes de la belleza es así (la música, la pintura, la poesía, la arquitectura y escultura). Como en el cante y en el baile flamencos, acompañantes invisibles, inaudibles, inseparables del arte mágico de torear.

La primera vez que vi torear, hace muchos años, en Madrid, a Curro Romero, pensé en Antonio Fuentes; con el que no tiene parecido ni semejanza alguna tal vez (o tal vez sí). Y es que Antonio Fuentes fue el primer torero cuyo toreo me conmovió por primer vez; se me reveló mágicamente con esa música callada y soledad sonora; con esa emoción conmovedora de pensamiento “que suspende y arrebata el ánimo con su maravillosa violencia”, como dijo el divino poeta sevillano. Con esa armoniosa musicalidad superior, quieta, sosegada, aposentada, que llamó Cervantes “un maravilloso silencio”. Y de este mismo modo, cuando vi torear por primera vez a Rafael de Paula, pensé en Rafael el Gallo; y tampoco por parecido o semejanza; sino por coincidencia con su profundo pensamiento musical: por la revelación maravillosa de una belleza viva, que es la del arte de torear mismo. Su “espíritu sin nombre”, su “indefinible esencia”, diría Bécquer.

Llegando a ese nivel, “alto y profundo”, de las artes de la belleza, no hay en la del toreo como no la hay en las otras de la poesía, la música, la pintura… ni un más ni menos, ni un mejor ni pero. No lo hay entre artistas a ese nivel (Velásquez, Murillo, el Greco, Goya… como Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, Garcián, Calderón…) si sólo de españoles hablamos. No la hay entre toreros como Fuentes, los Gallos Rafael y José, Belmonte, Gaona, Cagancho, Pepe Luis Vásquez, Bienvenida, Ordóñez, Curro Romero y Rafael de Paula… y hablo solo de los que yo he visto y oído torear.

domingo, 6 de enero de 2008

Plegaria taurina / Mons. Luis Alberto Luna Tobar


Mons. Luis Alberto Luna Tobar

Señor, Providencia de toda hora y arte de siempre, el maletilla y el maestro, espontáneo y el lidiado, quisieron dibujar en la arena, entre la necesidad y el coraje, una faena de lidia que le dé pan y les abra esperanzas de gloria.

No dejes que la arena se humedezca de sangre estéril.

No dejes que en los pitones se vaya ni un hilo de seda ni un torrente de vida.

No dejes que el grito frenético de los espectadores obnubile la mirada, entibie la ardentía del coraje íntimo, debilite el pulso que mantiene la mano que quiere bordar en los cielos un nombre valiente.

Señor, Providencia de toda hora, lanza tu capote sobre las astas o al vuelo de la arrancada insegura, para que el hombre domine a la bestia y el arte se ennoblezca sobre el instinto.

Señor, Arte de siempre, hazle un quite a la vanidad, al orgullo y enséñanos a recibir la vida a cuerpo limpio y sortear el destino con lidia natural.

Así sea.

jueves, 3 de enero de 2008

NOTAS DEL TENTADERO/ Antonio Caballero


Por Antonio Caballero (6toros6)

La gente, ingenuamente, da por hecho que quienes nos atrevemos a opinar sobre algo sabemos algo sobre ese algo. En este caso, sobre toros. Eso nos halaga, pero a la vez nos preocupa. Nos pasa como a la mujer de Joan Miró, una astuta payesa mallorquina que se inquietaba al ver cómo su marido triunfaba estruendosamente en el mundo de la pintura:

-Ay Joan… - le decía- :¿Y si se enteran?

No se han enterado.

En lo que a mí respecta, y en esto de los toros, muchas veces he intentado dejar las cosas claras: no tengo ni idea. Pero nadie me cree. A lo sumo me responden con amabilidad que sí, que en esto siempre se aprende y nunca se acaba de saber. De acuerdo: pero es que yo nunca he aprendido y ni siquiera he empezado a saber. No me hacen caso. Piensan que lo digo por coquetería, por pescar elogios. Así que he acabado por resignarme al malentendido. Ya ni me ruborizo. Hasta firmo libros. Porque a la vez he descubierto que también es cierto aquello de que nadie sabe de toros, ni las vacas, que le atribuyen a Joselito “El Gallo”. Voy a cometer una infidencia. Una tarde me tocó en los toros una localidad justo detrás del director de esta revista, en una plaza de estrechísimos graderíos, la de Aranjuez. Vi que tomaba notas en una libretita. Yo hago lo mismo, pero las mías son garabatos incomprensibles, para que parezcan notas y a la vez quien las lea por encima de mi hombro no se dé cuenta de que lo que pasa es que no sé. El curioso me preguntaba entonces: “¿Y las entiendes luego?” Y yo digo: “Pschéee… Son sólo notas: la corrida está aquí” (y me doy una palmada en la frente). En fin. El caso es que espié por encima del hombro de nuestro director para ser sus notas, y copiarlas, y así lucirme luego y que dijeran “Jo, lo que sabe este tío…!” Y vi que ponía, en letra pero clara: “Cielo nublado”. Miré al cielo. Sí, estaba nublado. Pero hasta yo, que no sé nada de toros, hubiera podido darme cuenta de eso sin la ayuda de un crítico. Copie sin embargo la nota, por sí acaso, y luego la transcribí en un artículo sin cambiar ni una coma. Y me dijeron “¡Jo, tío…! Tú no es sólo que sepas un huevo, sino que además eres un poeta”. Creo que casi todos los poetas son así.

Eso, en la plaza, basta. Finge uno que toma notas, y ya. Pero ¿y en un tentadero en el campo? Ahí hay que opinar algo ¿no? Hay que arrimarse. No el ganadero, que no permite que nadie vea sus notas y por eso las toma oculto en un burladero excavado en el muro de la placita de tientas. (Luego, en la plaza de verdad, sale el toro descastado y manso y flojo, como todos, y el ganadero finge extrañeza: “Pero si la madre tuvo muy buena nota…” ¿Qué nota? “¿Cielo nublado?”) No el ganadero, digo, sino uno, que va de invitado al palco y tiene que opinar. Hay otros invitados, ganaderos, buenos aficionados, gente que sabe, algún apoderado, el picador en su caballote de crines rubias, un matador que tienta, y roquedales, y acebuchales, y el esquilón lejano de un buey. ¿Qué va a comentar uno, si no sabe? ¿Cielo nublado? Por eso dice, sabiamente, un gran aficionado que conozco:

-A mí esto de los tentaderos no...

¿No qué? No nada. Simplemente “no”, y unos puntos suspensivos. Ahí está el secreto de la sabiduría. En esos puntos suspensivos. Sale la vaquita, va, viene, corretea, se estrella contra el peto, hay gritos y carreras, se alzan remolinos de polvo. Dice entonces uno:

-Pues creo yo que esta vaca…

Y calla.

Más carreras, más gritos, más torbellinos bajo el cielo nublado. Y uno comenta:

-Pues no sé yo si…

O bien, cruzando los brazos:

-Vamos a ver si ahora…

Y le hace al vecino, con el dedo, ademán de guardar silencio y esperar.

Sale otra vaca, gritos, carreras, etcétera. Y aprovecha uno para dejar caer una afirmación rotunda:

-Claro: es que esta es otra vaca.

Y oye uno que en torno cuchichean:

-¡Jo, lo que sabe este tío…!